palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Inquietud

UNO de los logros que se atribuyen a Javier Arenas es haber disipado el miedo a votar a la derecha en Andalucía. Votar con miedo en cualquier sentido es mala cosa. El miedo dificulta la objetividad, obnubila la razón, inventa monstruos, desata odios y santifica a los tuertos en un país de ciegos. Cosas distintas son las causas del miedo: si son objetivas o producto de una cobardía o de una alucinación colectiva. Ahora la derecha no da miedo. Así se demostró en las elecciones generales del 20-N y lo reflejan las encuestas de intención de voto en Andalucía. En estos días menudean los análisis sobre las tres larguísimas décadas de poder socialista andaluz. Estoy de acuerdo que, en una sociedad democrática, una preeminencia ininterrumpida de treinta años es una anomalía.

Pero que el PSOE haya permanecido tanto tiempo al mando, que no haya habido un desahogo natural del poder hacia cauces alternativos, no se puede atribuir sólo al ganador y a sus tretas para conservar la mayoría. En el mismo porcentaje hay que culpar de tal aberración al perdedor, porque si es un desarreglo democrático ganar siempre, perder en todas y cada una de las oportunidades es una anormalidad estruendosa y tanto o más inexplicable. Aunque parezca una paradoja, triunfar siempre es tan democráticamente perverso como perder perpetuamente. Las justificaciones dadas en la práctica (el miedo a la derecha y el diseño de un régimen clientelista) no son más que disculpas para tapar insuficiencias políticas clamorosas.

Dentro de 25 días los andaluces vamos a votar, en apariencia, sin miedos y con todo virtualmente claro. Lo que haga Arenas no asusta; lo que haga o deshaga Griñán tampoco, por conocido. Pero ¿es verdad que no hay miedo, que los electores nos acercaremos a los colegios sin recelos ni desconfianza? Quizá sea una cuestión puramente lexicográfica, pero yo no he conocido unas elecciones donde pese tanto el resquemor, la incertidumbre, el temor sordo y el desasosiego como éstas. No es un miedo, digamos, al candidato o al partido, sino un temor más inasible y desconcertante. Invisible y más insensato. Miedo a perder o ganar mucho más que unas elecciones. La seguridad quizá. Una inquietud que es la suma de la impericia de unos para resolver el nudo que han ido tejiendo durante años y que nos ha estrangulado; de las intenciones ocultas de quienes aseguran que tienen en sus manos la salida; de la frivolidad de quienes muestran soluciones elementales; y de la determinación de las fuerzas que no concurren a las elecciones a someternos para siempre. Como si el propio sistema fuera una trampa.

No hay miedo a nuestra derecha, a nuestra izquierda ni a los puntos intermedios. Pero el futuro asusta. Y da miedo votar así, con una mano invisible meciendo la cuna.

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