Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Intolerancia

Habría que sacar del debate en torno a la calidad democrática la intolerancia contra los intolerantes

Fue en la Viena de 1945 (difícilmente se podía tener mejor sentido de la oportunidad) cuando Karl Popper formuló la paradoja de la tolerancia: una sociedad cualquiera, vino a decir, que se mostrara tolerante con los intolerantes, terminaría absorbida y anulada por los mismos intolerantes, ya que éstos, de entrada, no necesitan justificar su intolerancia hacia los tolerantes. De modo que una sociedad cualquiera que aspire a su propia supervivencia, por muy tolerante que se muestre en sus comportamientos, tendrá que echar mano de una determinada intolerancia contra los intolerantes que no toleren la existencia de esa misma sociedad. Toda sociedad tolerante, ergo, precisa unas determinadas dosis de intolerancia, aunque sean mínimas; de ahí la paradoja. Popper, que no se había caído de un guindo, era plenamente consciente del contexto en el que formuló su argumento: caliente aún el estertor de la Segunda Guerra Mundial, le correspondía a Europa trabajar para la puesta en marcha de sociedades democráticas cuando la influencia de las tiranías en el orden mundial resultaba determinante. Aquellas futuras sociedades democráticas, consignadas aún en la utopía, debían asumir cuotas de intolerancia para garantizar la buena salud de su tolerancia. Aunque la paradoja nunca saliera gratis.

Por más que les pese a algunos, la sociedad española es hoy ampliamente democrática (es un alivio que Joan Tardà lo reconozca así: siempre hay voluntarios dispuestos a repartir los carnets de demócrata) y con una contrastada tolerancia. Pero su mayor problema tiene que ver con la intolerancia necesaria para garantizar su bienestar. Todavía se vinculan determinadas posiciones intolerantes con un supuesto déficit democrático, sobre todo cuando las intolerancias contra las que corresponde mostrarse intolerantes vienen avaladas por recuentos electorales y representaciones parlamentarias. Pero habría que sacar del debate en torno a la calidad democrática la evidencia de que la sociedad española no puede mostrarse tolerante con quienes quieren ver a los inmigrantes con la espalda partida en los invernaderos pero no en los centros de salud, así como con quienes justifican y promueven la erosión del Estado y de los derechos de los españoles con tal de promocionar proyectos políticos que no cuentan con mayorías suficientes y que distinguen entre ciudadanos de primera y de segunda a cuenta de criterios lingüísticos y territoriales.

Y no por ello seremos menos demócratas. La paradoja, insisto, no saldrá gratis. Pero el precio de no afrontarla es mucho mayor.

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