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La tribuna económica

Gumersindo / Ruiz

Islamismo, clase media y pensamiento secular

LA polémica sobre libertad religiosa, límites a la tolerancia y el significado del ataque terrorista a las torres de Nueva York, sigue provocando posicionamientos apasionados, que irán a más cuando se acerque la fecha conmemorativa del 11-S.

El fundamentalismo islámico, como otros, irá cediendo terreno a medida que surja una amplia clase media que supere sus anacronismos. Es una cuestión en gran medida económica, de la misma manera que algunos regímenes dictatoriales pierden fuerza cuando el progreso económico -pese a todos sus inconvenientes e injusticias-, da lugar una sociedad con otros valores. Esta es la idea de Vali Nasr en su libro Mecaeconomía, subtitulado La moral de una nueva clase media musulmana, donde el cambio de mentalidad se asocia a la apertura al comercio internacional y la integración en la economía global (de lo que, por cierto, tuvimos una buena experiencia en España hace cincuenta años). Otra referencia imprescindible es la del recientemente fallecido Fred Halliday, de la London School of Economics, quizás el más importante especialista en política internacional y Próximo Oriente, quien mantenía que los valores liberales, respeto por los derechos humanos, prosperidad y equidad social, son deseados en cualquier sociedad al margen de los valores religiosos, y decía que el conflicto social y no el fervor religioso había sido el detonante de la revolución iraní; conflicto que continúa vivo.

Pero la polémica en torno a la pretensión de construir en el mismo lugar del atentado terrorista un centro islámico como símbolo de paz, se alimenta más bien (aparte del oportunismo político de siempre) de posiciones como la de Ayaan Irsi Ali, la somalí que en su libro Nómada niega la posibilidad de una evolución del islamismo, que asocia con la involución de las libertades. Su experiencia personal, tan cruel, ha provocado en ella un rechazo total hacia el islamismo, por justificar desde una interpretación religiosa comportamientos inaceptables hacia la mujer; e incluye en ese rechazo, con una franqueza dolorosa, a su propia familia.

Los argumentos a favor o en contra de la mezquita son casi todos válidos, pero los más llamativos resultan hoy algo ridículos, como los que se refieren a las guerras de religión (esto no es una guerra sino un ataque terrorista) y el simbolismo de conquista que tienen las mezquitas. Otros tratan de eludir el problema y se refugian en la inoportunidad del proyecto, que podría ejecutarse en otro lugar. Y, en fin, están los que defienden la construcción como una prueba de fuerza de la democracia y sus fundamentos. El Presidente Obama ha hecho una llamada vaga a la libertad, pero Bloomberg, el alcalde de la ciudad, y sobre todo el periódico inglés Financial Times, defienden vigorosamente la idea. Sin embargo, estando más de acuerdo con los últimos que con los primeros, yo nunca apoyaría poner como símbolo una referencia religiosa. Sería mucho más respetuoso construir un centro integrador del concepto de derechos humanos, para el estudio de formas de democracia efectiva, y el crecimiento sostenible en la tierra; un lugar, en fin, para la ciencia, el pensamiento y filosofía secular humanistas.

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