La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Las zonas prohibidas de Sevilla
A diferencia de muchos de los amigos que integran mi entorno más próximo, mi experiencia personal en centros religiosos de enseñanza fue muy corta, limitándose a los dos años de educación preescolar que cursé en el colegio de las Mercedarias de la calle San Vicente.
Olvidada tenía esa etapa infantil de mi existencia, el lejano día en que mi jefe de departamento en un instituto de la campiña sevillana me reveló que también había sido alumno en la misma época. Rememorando con desagrado las ridículas y anacrónicas correcciones sufridas por alguno de nuestros coetáneos, a manos de una maestra, medio siglo atrás.
Nada que ver con mi propio recuerdo, lleno de gratitud hacia las monjas que me formaron en los rudimentos de la escritura y la aritmética. De que aprendiera a leer ya se había encargado mi madre, contrariamente a las teorías pedagógicas que proponen mantener a los niños en el analfabetismo hasta los umbrales de la pubertad.
Fue precisamente mi progenitora una de las mujeres de su generación que encontraron en una congregación femenina el amparo a su necesidad de instrucción y cultura. Un tiempo recio el de su juventud, cuando el Estado sólo garantizaba la educación obligatoria hasta los diez años y la prioridad de muchas familias era la incorporación de sus vástagos al mercado de trabajo, sin haber superado siquiera la adolescencia.
No pongo en duda, sin embargo, la veracidad del relato de mi compañero de profesión. Mas lo sitúo en el contexto de una sociedad que estimaba como normales determinados excesos de autoridad por parte de los docentes, rayanos en la humillación de sus alumnos. Prácticas hoy desterradas, que desgraciadamente eran común moneda de cambio en los centros educativos.
Vienen a cuento estas reflexiones, inspiradas por la enésima ofensiva de los poderes mediáticos y políticos progresistas contra la Iglesia, bajo la coartada de los abusos sexuales cometidos sobre menores, por parte de clérigos indignos.
La dolorosa realidad de esos delitos repugnantes es incontestable, así como la responsabilidad moral de ciertas jerarquías en el consentimiento y ocultación de semejantes horrores. Una terrible tropelía sustentada en un equivocado sentimiento corporativista y un farisaico temor al escándalo.
No obstante, no deben impedirnos los árboles contemplar el bosque y reconocer que la inmensa mayoría de actos de pederastia se producen en escenarios ajenos al eclesiástico. Y más aún, que aquellos que han traicionado tan gravemente votos o sacramentos son afortunadamente una exigua minoría dentro de un amplísimo colectivo que consagra su vida al servicio de los demás.
Depúrense responsabilidades con todo rigor, pero no perdamos de vista que hay quienes no persiguen otro objetivo que utilizar este asunto para someter a juicio sumarísimo a la principal institución que aún no se ha hincado completamente de hinojos ante los crecientes delirios del totalitarismo woke. Esto es lo que realmente les impulsa y no la imprescindible reparación a las víctimas.
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