DERBI Betis y Sevilla ya velan armas para el derbi

Nuestro Kilómetro cero ya no está en José Gestoso, antigua calle la Venera; Sevilla ahora comienza en la casa de la que cada cual tiene las llaves. Allí -aquí- arrancan las calles, la numeración personal de las mismas, la fracción de ciudad que por estos días se puede transitar. (A quien salta con que esto es un atropello a las libertades, le digo que no canse ni se canse. Habrá quien lo cumpla -y sobre todo quien lo incumpla- por el mero hecho de ser lo que está mandao, pero la mayoría nos movemos con cuidadito porque somos conscientes de la magnitud de la tragedia, del esfuerzo sanitario y del papel de cada cual en lo que nos jugamos). Hay app que calculan la media ración de paseo que nos corresponde. Estoy convencida de que lo que hallamos en ese radio es radicalmente distinto para unos y otros habitantes de esta Sevilla polimorfa, casi proteica y bastante desigual. La alegría y la pena, el agobio y el desahogo, ni siquiera van por barrios: corren disparejos por calles y patios. Incluso, desde el kilómetro cero de cada cual, es posible visitar paisajes muy distintos.

En los días de estricto confinamiento, me eché a estas calles. Fue a través de la relectura de Calles de Sevilla, de Manuel Ferrand con fotografías de Alberto Viñals. Más que apaciguarme el hambre de aceras, me la abrió tanto que, el mismo sábado que abrieron Sevilla, me fui a confirmar que la porción que me tocaba en suerte seguía ahí. Estaba, pero la ciudad perpetua había cambiado. El paso, con la flamígera, del virus exterminador se sentía en los luminosos apocalípticos (¡Riesgo, Covid-19!), y en los mupis donde ahora se alterna la publicidad de mascarillas posnucleares y con la de no sé qué empresa que usa emoticonos de aplausos para anunciarse. El Paseo Colón sin el despliegue de veladores de cubateo y cachimba parecía recién pintado. Las mozuelas se subrayan mucho los ojos con eyeliner para compensar que no pueden echar a volar el rojo de labios. Me divierte esa gente que en plena calle critica que haya gente en plena calle. A Plaza Nueva arriba el tranvía fantasmal, puesto en marcha quizá para disimular la pena, abre sus puertas para que entre y salga nadie. En los escaparates lucen chándales, calzonas, pares de tenis. Señores y señoras con esa misma indumentaria pasan a ritmo bajaculos. Hay una cautela necesaria e impropia, lecheras y polis, y un exhibicionista que se me acerca con la nariz obscenamente fuera. Unos novios como antiguos pasean de la mano, pero con la profilaxis de los guantes. Los paseos junto al río han sido de pronto descubiertos, casi masivamente, por muchos sevillanos. Hay una alegría profundamente triste. Siempre fui viajera de mi propia ciudad. Ahora, que vuelvo a ella, sé que no es -ni yo- la misma de siempre. Ello no es del todo una mala noticia. Así duela.

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