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Un día en la vida

manuel Barea /

El Kremlin de azul

MUCHO se habló y escribió en su día de la animadversión a los partidos. Consumió horas de tertulias y gastó toneladas de papel. Se le llamó desafección política y fue aprovechada por algunos para engatusar a la gente que vota: su llegada lo cambiaría todo, el sistema caduco y quienes lo han corrompido son prescindibles. Irrumpieron en la política para demostrar a la gente que se puede -y se debe- confiar en el trabajo y la gestión de quienes se dedican a ella haciéndolo además con nuevos métodos, con una fórmula distinta. Y por supuesto con honradez. Los otros, los antiguos, dijeron a la gente que habían tomado nota, que su rabia y decepción estaban más que justificados y que sí, que había sonado la hora de hacer las cosas en las instituciones de otra manera. Hacían acto de contrición y se ponían a la tarea. Lo que fuera con tal de recuperar el afecto (o sea, los votos de la gente, sus papeletas, tan necesarias para ellos).

Pero en lo que no se ha insistido es en lo contrario: el desprecio de los partidos a la gente. Sólo se ha destacado la malquerencia en una dirección única: de los votantes a los votados. Y por muy hasta los mismísimos que estén los primeros esta frustración no puede -ni debe- interferir en las colas ante las urnas. Los sufragios no deben menguar bajo ningún concepto. Eso es terrible, el caos, alerta la propaganda oficial. De manera que sus agitadores a sueldo etiquetan a quienes se quedan en su casa el día de las elecciones como gente amorfa y egoísta carente del más mínimo sentido de la responsabilidad y del compromiso con el pasado, presente y futuro -o sea, la historia (¿?) de su país-, nihilistas a los que les da lo mismo que lo mismo les da, gente que no merece ninguna consideración y que no debe disfrutar del derecho a protestar contra el Gobierno ni contra las instituciones porque no han participado. No lo hicieron el 20-D ni el 26-J y no van a hacerlo el 18-D ni el 25-D, cuando sea.

Están al margen. El poder los detesta. No le son útiles. Como un censo perdido. Tampoco a esta otra gente nos valen ellos como dirigentes políticos, hatajo de demagogos. El proverbial humor ruso da buena cuenta de ellos, con ese chiste en el que Putin, harto de las protestas que se suceden en Moscú en su contra, pide consejo a Stalin. Éste le recomienda: "Haz dos cosas: mata a toda esa gente y pinta el Kremlin de azul". Intrigado, Putin responde: "¿Por qué el Kremlin de azul?". Y Stalin le dice: "Sabía perfectamente que no ibas a preguntarme por lo primero".

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