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La tribuna

Juan A. Estrada

Laicidad del Estado y libertad religiosa

EL anuncio de que hay planes para modificar la Ley de Libertad Religiosa y para avanzar en la laicidad del Estado ha generado instantáneamente reacciones a favor y en contra. La rapidez y virulencia de las repercusiones, cuanto todavía no conocemos los contenidos ni el alcance de los planes, muestra que no es un falso problema, inventado por el Gobierno para distraer a la opinión pública, como han afirmado algunos medios y partidos políticos. Para nadie es un secreto que un amplio sector de la sociedad española rechaza los derechos y privilegios de la Iglesia católica en diversos ámbitos (financiero, educativo, político y cultural). Muchos sostienen también que hay una confesionalidad encubierta que perjudica a las otras religiones e iglesias. Los desencuentros entre el Gobierno y la jerarquía católica han sido constantes en la legislatura pasada. Por eso, afirmar que esto es un "problema artificial", para ocultar los problemas reales, es un ejercicio de hipocresía política, además de tomar por tontos a los ciudadanos. ¡Como si éstos no conocieran la realidad del problema, a la luz de la experiencia de los últimos años!

Que España ha cambiado radicalmente en los últimos treinta años no lo duda nadie. El caso español es, incluso, un modelo que se estudia en las ciencias sociales, para analizar la rápida transformación de una sociedad en lo económico, político y lo sociocultural. Por eso, el marco jurídico, político, económico y social que se elaboró en los setenta necesita adaptaciones, reformas y nuevas aplicaciones. Lo que fue bueno para la Transición no tiene por qué serlo para la democracia actual. Las legislaciones se quedan obsoletas, gracias a la rápida evolución de la sociedad. De esto no se salva nada, ni siquiera lo políticamente más intocable, la Constitución que aprobó el pueblo español.

Lógicamente esto también se aplica a los tratados internacionales, desde los que nos vincularon a la Unión Europea, a los que teníamos con Estados Unidos. Y también a los del Gobierno y el Estado Vaticano. Los acuerdos Iglesia-Estado alcanzados en enero de 1979, un mes después de aprobarse la Constitución, lograron que el problema religioso no dividiera a los españoles en la transición a la democracia. Exigieron sacrificios y renuncias por todas las partes, que supieron subordinar sus intereses e ideologías en favor de la paz social y la democracia. Han sido eficaces, a pesar de sus deficiencias y del oportunismo con que se lograron. Pero esto no quita que se puedan modificar hoy, como la misma Constitución. Pretender inmunizarlos al cambio y hacer de ellos un tabú intocable sería ir contra la historia y ponerlos por encima de la misma Constitución, que es lo que algunos pretenden.

Por parte de la jerarquía eclesiástica es necesario abrirse al cambio desde el diálogo. Sin caer en una postura cerrada y apologética sobre derechos y privilegios que, antes o después, tienen que ser replanteados porque lo pide un amplio sector de la opinión pública. Una actitud de apertura y de búsqueda de nuevos acuerdos la favorecería a corto y largo plazo. Hay que asumir la sensibilidad de los no católicos, de los que no pertenecen a ninguna religión y de un número creciente de católicos disconformes, que abogan por replantear la postura de la Iglesia en una sociedad secularizada y un Estado laico. La laicidad no es sólo un deseo de los no católicos, sino también de muchos de éstos, como reconoció el cardenal Ratzinger en un famoso debate con Habermas, Premio Príncipe de Asturias en 2003, un año antes de su elección como Papa.

Por parte del Estado hay que superar el laicismo combativo, a veces, claramente antirreligioso, en favor de una laicidad en la que quepan todos. La mayoría de la Unión Europea tiene constituciones laicas y está formada por sociedades secularizadas. La libertad religiosa asegura a las iglesias sus derechos y los estados fomentan formas de colaboración, en lugar de luchar contra ellas, como ocurrió en el siglo XIX y buena parte del XX. También aquí, España tiene que dejar de ser una excepción en Europa. La laicidad no implica hostilidad, sino que posibilita colaboraciones y acuerdos en beneficio de la paz social, de la libertad religiosa y de la convivencia de todas las religiones. El actual presidente de Francia, el Estado más laico de Europa, busca nuevas fórmulas de colaboración entre las iglesias y el Estado, que no obstan para la neutralidad religiosa y la laicidad.

España debe encauzarse en esa línea, sin querer volver al laicismo y confesionalismo decimonónicos, que duraron hasta 1979. Que esto ocurra depende de la jerarquía eclesiástica y del Gobierno, pero es también responsabilidad de los ciudadanos y de los medios de comunicación social, que son los que determinan buena parte de lo opinión pública. El futuro de nuestra sociedad y la europeización de España dependen de que acertemos.

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