La tribuna

antonio Porras Nadales

Lealtad y coerción

VIENEN a ser como las dos caras de la moneda: la ordenación de los sistemas territoriales se ajusta a un principio de carácter integrador, la lealtad, cuyo incumplimiento generaría un tipo de respuesta extraordinaria del Estado en forma de coerción federal. Prevalece en todo caso la Constitución y en condiciones de normalidad no hay que acudir a los instrumentos extraordinarios.

Puede recordarse sin embargo que la noción de lealtad no es una categoría aceptada generalizadamente en la doctrina. Así un autor tan prestigiado como Konrad Hesse manifiesta sus dudas: cuando hablamos de gobiernos territoriales democráticos que responden cada uno a distintos proyectos políticos, hablar de lealtad sería como negar el pluralismo político. Y en la práctica de nuestro país esta dinámica parece más que constatada: los gobiernos territoriales procuran actuar siempre a la contra de un gobierno central de color contrario; y los cambios de gobierno en Madrid suponen una reorientación automática de los respectivos gobiernos autonómicos.

Se entiende sin embargo que, frente a esta dinámica ordinaria donde cada comunidad ejerce correctamente sus competencias, la hipótesis de la coerción tendría una dimensión extraordinaria: es decir, supone violaciones graves del sistema competencial que pueden afectar a los intereses generales y al propio funcionamiento del Estado. Así fue como la fórmula lealtad-coerción, tras las duras experiencias del periodo de entreguerras, acabó incorporándose generalizadamente a las constituciones contemporáneas; aunque un mecanismo federal de ese tipo ya estaba previsto en la Constitución norteamericana de 1787. En España la previsión se formaliza en el artículo 155 de la Constitución, directamente inspirado en el 37 de la Ley Fundamental de Bonn.

Pero a partir de aquí todo son dudas al tratarse de un mecanismo que hasta ahora no se ha utilizado. Sobre el papel, la coerción federal, en cuanto instrumento extraordinario, implica el uso de la fuerza coactiva del Estado. Como decía García Pelayo se trataría de una "acción coactiva y, si es necesario, armada de la Federación sobre los estados para obligar al cumplimiento de la Constitución y de las leyes federales"; para Kelsen, sería un acto coercitivo de reacción del ordenamiento estatal violado. ¿Pero en qué supuestos concretos, durante qué plazo, bajo qué condiciones y dentro de qué límites?

Durante largo tiempo en España hemos vivido el sueño del optimismo constitucional: un escenario de democracia abierta donde en rigor no existen enemigos; o donde los enemigos son tolerados sin suscitar reacciones agresivas del propio Estado. En consecuencia el artículo 155 era como un simple adorno constitucional destinado a dotar de plena coherencia sistemática a nuestro sistema territorial. De aquel sueño parece que comenzamos a despertar con la última versión de la ley de partidos de 2002, donde se introdujeron ya supuestos de comportamientos políticos que pueden conducir a la ilegalización de ciertos partidos próximos al terrorismo. La "democracia militante" supone pues el uso de un instrumental beligerante. Seguramente el paso hacia la coerción federal era algo perfectamente lógico: en realidad la hipótesis llegó a plantearse ya a principios de siglo a propósito de las maniobras del lehendakari Ibarretxe, y seguramente en la actualidad parece un recurso inevitable ante la incontrolable deriva catalanista.

Se supone que los circuitos de protección constitucional serían dos: el judicial, en manos del Tribunal Constitucional, recientemente ajustado para mejorar su eficacia, desde donde podrá declararse la inconstitucionalidad de determinados actos y suspender su tramitación; y el ejecutivo, que actuará en última instancia contando con el visto bueno del Senado. Algo que, por supuesto, puede ser aprobado por la Diputación Permanente, pues precisamente para eso existen estos órganos cuando las cámaras están disueltas: para evitar vacíos de poder.

Las medidas deberían establecerse mediante Decreto, con previsión de actuaciones para un plazo de tiempo determinado, implicando la posibilidad de suspender el funcionamiento de ciertos órganos de una comunidad y el nombramiento de un gobernador con poderes extraordinarios. Teóricamente el Gobierno debería determinar si procede adicionalmente la declaración de un estado de excepción por un mes, conforme a la ley orgánica reguladora de 1981, implicando entonces la aprobación de la diputación permanente del Congreso. Al final, ambas cámaras están presentes en la defensa de la Constitución.

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