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Luis Enrique y la Constitución

La complejidad del proceso, la falta de voluntad política y la incapacidad de los dos grandes partidos para sellar acuerdos de Estado lastran la reforma de la Constitución 44 años después

Gabriel Cisneros junto a los diputados Manuel Fraga; Laureano López Rodó, José Pedro Pérez Llorca y Gregorio Peces Barba durante una de las reuniones de la Comisión Constitucional, en el Congreso de los Diputados.

Gabriel Cisneros junto a los diputados Manuel Fraga; Laureano López Rodó, José Pedro Pérez Llorca y Gregorio Peces Barba durante una de las reuniones de la Comisión Constitucional, en el Congreso de los Diputados. / EFE

Si nuestra Constitución es un fiel reflejo de la España política de 1978, la Carta magna de 2022 -que es casi la misma- es un ejemplo exacto de la política actual. La celebración de los 44 años de nuestra ley nuclear nos deja noticias de cómo somos y nos refleja en el espejo de lo que fuimos. No se trata de exacerbar las virtudes de quienes forjaron aquel pacto que metió a España en una nueva edad moderna frente a los actuales representantes políticos, aunque por una mera acumulación de evidencias las últimas generaciones pesen menos en la balanza. Tampoco es un ejercicio de melancolía, pero no puede ser un alarde de complacencia. Cada tiempo tiene su afán. Y los afanes de hoy deberían ir en el camino de prestigiar nuestra democracia, justo el sentido contrario en el que vamos.

Un pacto bajo la mirada de los espadones

El pacto constitucional del 78 fue un ejercicio de consensos y renuncias, el arte de lo posible en un país postfranquista en la que los espadones vigilaban a Suárez con un ojo y a los comunistas con otro mientras Europa ponía a España en la lupa a la espera de certificar su tránsito de una dictadura a una democracia homologable. Lo que hoy parece el resultado de un puzzle que se armó con cierta lógica y con aparente facilidad no lo fue. Los padres de la Constitución lo han atestiguado con reiteración, así como numerosos testigos políticos y periodísticos de la época. Sin embargo, el espíritu fundacional de una nueva democracia para España se abrió paso. Mucha gente llegada desde distintas instancias, ideologías, y corrientes de pensamiento, desde el exilio y el gobierno de Franco fueron capaces de abrochar un texto -imperfecto y que pide cirugía mayor hace tiempo- pero que fue el mejor de los posibles.

Eso es la política: la ciencia -o el arte- de sacar el máximo provecho para el interés general en cada coyuntura contando con que nadie sale completamente feliz del acuerdo final pero tampoco ven frustradas completamente sus expectativas. La presión hace diamantes, decía Patton, el brillante pero atrabiliario general norteamericano. La presión de 1978 consistía en pasar página, dotar a España de un corpus que la convirtiera en un estado plenamente democrático, ser y sentirnos europeos, estabilizar el país, fundar una nueva economía moderna e ir apaciguando los cuarteles. Lo hicieron, con sobresaltos conocidos, pero lo hicieron. Lo llamó años después Felipe González “hacer que España funcione”. Era eso. Y eso hicieron: poner las vías de un Estado democrático, social y de derecho basado en unos valores jurídicos inspirados por la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político para que circulara un nuevo país.

Las presiones de hoy

Las presiones de hoy son otras, pero ninguna parece ni tan trascedente ni tan difícil de gestionar como aquellas. Primero por las circunstancias. España no está en riesgo de regresión democrática, aunque la democracia esté herida. Ocurre en todos los confines del globo, pero es mal consuelo. Los debates y los disensos se articulan hoy en un país moderno, insertado con éxito en las instituciones europeas y globales, con reconocimiento externo, con un sistema de derechos y deberes garantista, unas fuerzas armadas modernizadas y respetuosas con el sistema y en una democracia que permite que casi cualquier actor político tenga su espacio en las instituciones, aunque estemos comprobándolo con desazón. Y pese a todo, sería mucha peor alternativa que esos actores que incomodan se situaran extramuros del sistema.

Acto institucional de celebración de la Constitución en el Congreso de los Diputados. Acto institucional de celebración de la Constitución en el Congreso de los Diputados.

Acto institucional de celebración de la Constitución en el Congreso de los Diputados. / Kiko Huesca / EFE (Madrid)

Tenemos desafíos territoriales complicados -Cataluña, especialmente- que piden a gritos una reforma hacia un Estado federal con tres patas: clarificación del régimen de competencias con las comunidades autónomas, financiación autonómica y reforma del Senado. Necesitamos blindar los servicios públicos para garantizar los derechos sociales adquiridos. Llevamos años arrastrando una crisis importante relacionada con la monarquía, que aun estando vinculada básicamente a su titular emérito y a la Infanta Cristina y su exmarido, ha contaminado claramente la confianza en la institución, que necesita igualmente una reforma urgente incluyendo la eliminación absolutista de la prevalencia del varón respecto a la mujer en la sucesión al trono. Y también sería interesante abordar la reforma de la ley electoral persiguiendo una mayor proporcionalidad en la representación apostando por las circunscripciones regionales frente a las provinciales. Si se observa bien ni son quimeras ni los trabajos de Hércules. La reforma territorial, sobre todo, es la que tiene más miga. Pero nada imposible.

¿Esta generación política habría pactado una Constitución?

En cambio, 44 años después de nacer y servir con razonable éxito de crítica y público es la Constitución menos reformada de nuestro entorno. Solo se ha reformado dos veces. En 1992 para que los extranjeros además de votar pudieran ser elegidos en las elecciones municipales; y en 2011, con nocturnidad y empujados por la UE, para priorizar el pago de la deuda pública frente a cualquier otro gasto en los presupuestos generales del Estado. En Alemania, su carta magna es de 1949, se ha reformado 62 veces; en Suecia, 34; y Portugal, por ejemplo, ha modificado su articulado hasta en siete ocasiones. Existen dos causas para explicar la escasa producción reformista constitucional española. La complejidad del proceso: aprobación por mayoría cualificada, disolución de las Cortes, convocatoria de nuevas elecciones generales; y un referéndum popular sobre el nuevo texto. Tres cerrojos que desalientan a quien quiera abrirlos. Los partidos ven poca recompensa y muchos riesgos.

El segundo motivo es la incapacidad de los principales actores para consensuar asuntos de Estado. Y ahí es donde el espejo del 78 nos devuelve la imagen deformada de la política actual. Aunque nos cansemos de decir que los populistas siempre son los otros, de las tres pes de Moisés Naím en España disfrutamos parcialmente de las tres: populismo, polarización y posverdad. En eso nos parecemos mucho a otras sociedades como la norteamericana, profundamente dividida. La polarización y la desconfianza mutua impide hoy miradas comunes en casi cualquier materia. Elijan: política territorial, leyes de vanguardia social, renovación de órganos constitucionales, incluso la política exterior es objeto de diatribas irreconciliables. El populismo está más instalado de lo que nos pensamos y no solo en los partidos situados más en los extremos. Y respecto a la posverdad, además del imparable efluvio pestilente de las redes, se practica a diario por los propios partidos políticos. Lamentablemente los dos grandes partidos no son ajenos a la propaganda contaminadora. Da igual que sea para explicar los motivos -de una visible ocultación- de la reforma de leyes como para desconsiderar los datos reales de la economía o retorcer las verdaderas razones por las que se perpetúa al caducado gobierno de los jueces. No existe la voluntad política suficiente, lo que posiblemente se trasladaría a una falta de consenso social a la hora de votarla. Y tras ese burladero, haciendo un alarde de aparente responsabilidad, se parapetan. Conclusión: con esta generación política posiblemente no habría habido Constitución.

La fe del carretero

Produce sonrojo observar el ejercicio de fe constitucionalista de nuestros representantes, circunspectos y trascendentes como un Felipe IV de Velázquez cada seis de diciembre. Palabras graves sobre nuestra carta magna, aunque el resto del año hagan lo posible para expulsar a los ciudadanos de la confianza en la política, rebajando el crédito en el sistema y el prestigio de nuestras instituciones. Firmes en la defensa formal de la Constitución, al menos en la parte que cada uno cree intocable y más importante que otras, y muy alejados en el espíritu de una ley que fue una apelación al pacto, la convivencia y la concordia. En eso se parece este constitucionalismo de boquilla a Luis Enrique: cada vez que hablan, la gente se siente más lejos de lo que dicen representar. Y encima siguen diciendo que están en la posesión, da igual que sea de la verdad que del balón. Hoy, con este devenir, somos un país de octavos de final.

El exseleccionador de España, Luis Enrique, durante un entrenamiento en Qatar. El exseleccionador de España, Luis Enrique, durante un entrenamiento en Qatar.

El exseleccionador de España, Luis Enrique, durante un entrenamiento en Qatar. / JuanJo Martín / EFE (Qatar)

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