Luis, librero y amigo

En su librería no encontraban acomodo los libros banales ni los autores excesivamente comerciales

Si la lectura, como alguien dijo, es la gimnasia de la mente, y los libros el mejor medicamento para curar esa otra pandemia crónica que es la ignorancia, de la misma manera que hay médicos de cabecera existe la figura del librero de cabecera. Y ésta última es una profesión en franca decadencia. Una cosa es un librero y otra un vendedor de libros. El primero sabe del tema, aconseja y desaconseja; el segundo vende libros como podría vender zapatos o ropa interior.

Éramos muchos los que teníamos a la Librería Céfiro como punto de referencia para satisfacer nuestras ansias lectoras. Todavía lamentamos su desaparición hace unos años y, desde entonces, nos movemos como perros vagabundos por diversas zonas de la ciudad. Cierto es que han surgido nuevas librerías en alguna de las cuales se puede hasta tomar café o leer el periódico, pero las personas actuamos con frecuencia como animales de costumbres, aún más si nos toca a lo más íntimo como es el caso del amor por los libros.

Luis y Eduardo decidieron un día dar por terminada la vida de la Librería Céfiro, que no podía estar situada en otro sitio más acertado que en la calle Virgen de los Buenos Libros, y nos quedamos huérfanos de muchas cosas, pues no solo de libros vive el hombre. Los clientes pronto llegábamos a sentirnos amigos por el trato educado y nada distante que recibíamos. Su escaparate, junto con el de Casa Marciano de la calle Lineros, es el que más añoro de la ciudad. Ellos sabían los temas que interesaban a cada uno, sus preferencias lectoras, sus autores preferidos, incluso en más de una ocasión me recomendaron no comprar algún libro porque sabían que no me iba a merecer la pena, cosa que en absoluto iba en contra de su negocio, porque gracias a esa honradez en el trabajo lograron la fidelidad de muchos.

Hace una semana se nos fue Luis. Una vez cerrada la librería, yo seguía hablando con él de vez en cuando. Ya no era mi librero de cabecera, pero seguía siendo amigo. De la misma forma que Dante recorrió el infierno y el purgatorio de la mano de Virgilio, Luis nos espera directamente a las puertas del paraíso para conducirnos por él de la misma forma que nos llevaba de la mano de un autor a otro, de una edición a otra. En su librería no encontraban acomodo los libros banales ni los autores excesivamente comerciales. Era un librero, no un vendedor de libros y, ante todo, un amigo.

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