Los años nos van haciendo más macarenos con la naturalidad con la que todo debe suceder allí, sin aspavientos ni gimoteos, con ese realismo popular y sentido común enseñado por la vida, maestra implacable pero también eficaz en su severa pedagogía. Por detrás más vida vivida que por vivir, por delante menos tiempo y más eternidad. Esto es lo que hay. Pero nuestra canción última, como la de Miguel Hernández, no puede ni quiere tener más último verso que éste: "Dejadme la esperanza". Él la escribía con minúscula y nosotros con mayúscula. Para él era un concepto, para nosotros una persona. No una virtud teologal, que también, sino una persona con rostro y domicilio conocidos que nos enseñaron por primera vez antes de tener memoria. Sin saberlo las madres presentan sus hijos a la Esperanza para no faltarles cuando éstos las pierdan, para que no queden del todo huérfanos cuando ellas mueran, para que sus labios no dejen nunca de pronunciar la palabra madre y para que, al menos una vez al año, puedan darles un beso. Solo cuando se pierde a una madre se sabe del todo quién es la Macarena.
Por eso conforme vamos cumpliendo años vamos siendo más de la Esperanza y Ella va siendo más íntimamente nuestra. Irremediablemente. Irresistiblemente. No porque esperemos que nos dé lo que le pedimos -que esto nada tiene que ver con los miedos y falsas ilusiones que quienes nada entienden creen que están en el origen de la devoción-, sino por lo que nos da sin que se lo pidamos y sin que lo merezcamos. Un regalo gratuito y desproporcionado al que no se puede corresponder, solo aceptarlo con agradecido asombro y lágrimas calladas. Con esa íntima e irreprimible alegría que brota tan irrazonable y caprichosamente como los jaramagos que nadie planta y nadie riega, chiquita hermosura amarilla que convierte en belleza el deterioro y el olvido brotando entre las grietas -heridas del tiempo- de tejados y azoteas.
Y todo sin complacencia en la tristura. Con esa reciedumbre en el dolor y la alegría de las mujeres del barrio que tan bien he conocido. Con esa generosidad vital de quien ríe más por los que vienen que llora por los que se fueron. La Macarena no es burguesa, como las elegantes y becquerianas vírgenes del centro, y por ello no es melancólica. Es realista y recia. ¿Y hay algo más hermoso que una esperanza no frágil, sino recia, y no ilusoria, sino realista? Ésta es mi Macarena.
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