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Madre

La campaña publicitaria puede parecer bella, pero es un ataque peligroso contra la objetividad de la ciencia

En una campaña publicitaria de mucho éxito, un grupo de famosos pretende influir en la Academia de la Lengua para que cambie la definición de madre ("mujer o animal hembra que ha parido a otro ser de su misma especie"). Esta definición, por lo visto, es demasiado fría porque no incluye las acepciones cariñosas que estos famosos querrían añadir. La campaña podría parecer inocua, o todo lo más una buena estrategia de marketing, pero pone de manifiesto una peligrosa tendencia que cada vez está ganando más peso entre nosotros. Y esa tendencia consiste en creer que cada uno de nosotros, si se une a un grupo social con la suficiente capacidad de presión, puede imponer su punto de vista -que no responde más que a sus propios gustos y creencias- en cuestiones que deben ser absolutamente objetivas, como en este caso las definiciones del Diccionario de la Academia.

De hecho, ya ha habido iniciativas para que se eliminen determinadas locuciones que se consideran discriminatorias. Entre ellas, "mujer pública", "trabajar como un negro" o la acepción que define a gitano como "trapacero". Y sí, es verdad que estos términos resultan desagradables, pero el diccionario está obligado a recogerlos porque no es un órgano decisorio que pueda elegir el valor de las palabras en función de los principios morales, sino una simple obra de consulta que da cuenta de todos los usos posibles de una palabra, tal como esos usos han quedado recogidos en la literatura y en el habla. La campaña publicitaria sobre la definición de "madre", que se inspira en la obsesión actual por la corrección política, puede parecer una idea muy bella. Pero en realidad se trata de un peligroso ataque contra la inapelable objetividad de la ciencia. Un diccionario no puede inclinarse por ninguna opción moral al margen de las evidencias empíricas. Y si una palabra es discriminatoria, lo que hay que hacer es procurar que esa palabra no se use, pero ésa es tarea de padres, profesores y programadores de televisión, pero no de lingüistas.

Aun así, cada vez habrá más grupos sociales exigiendo que las palabras se adapten a sus gustos o a sus preferencias, cuando todo el mundo sabe que las palabras no tienen dueño porque pertenecen a todos los hablantes. Salvo en los regímenes totalitarios, claro está, en los que las palabras han estado siempre al servicio de su dueño.

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