Acción de gracias

Madrid

Cuando se habla de Madrid por la política, yo me voy al lado sentimental y pienso en los seres queridos que tengo allí

Recuerdo los preparativos de aquel viaje, la emoción y el nerviosismo que sentí los días previos. Se trataba del primer desplazamiento que hacía sin mis padres, pero yo era aún poco más que un niño y todavía no tenía edad para ir solo: acompañaría a mi hermana mayor a Madrid, a visitar a mi abuela. Habíamos estado allí antes alguna otra vez, tras esas travesías larguísimas e incómodas que hacíamos entonces las familias numerosas en coches atestados, pero la capital, la ciudad en la que nació y creció mi progenitor, se presentaba aún ante mis ojos infantiles como una aventura inexplorada, un territorio casi mítico. Yo hacía el trayecto contrario, hacia el norte, de la protagonista de El Sur, y como ella viajaba a los orígenes, al pasado del padre, pero el pequeño Peter Sellers que yo era se encargó de alejarse de la bellísima sobriedad del libro de Adelaida García Morales y la película de Víctor Erice y puso la nota de humor o de extravagancia llevándole como regalo a mi abuela -mi criterio estético aún no se había formado- una horrorosa estatuilla de la que yo me había encaprichado en los Almacenes Pueyo, cercanos a mi casa, y ante la que mi familiar tuvo que disimular el espanto al desenvolverla.

¿Fue entonces cuando acudí al Prado y me fascinó por primera vez el Perro semihundido de Goya, cuando me intrigó el ángel caído de Ricardo Bellver en el Retiro? Madrid se desplegaba como un paisaje lleno de misterios y posibilidades, con sus exposiciones, sus obras de teatro, sus conciertos, los sitios que salían en las películas y las novelas. Pero en esa ciudad no esperaba sólo la cultura: sentí, aquellos días y las veces que regresé más tarde, que allí estaban mis raíces. Cada vez que agarraba la delgada mano de mi abuela, María Teresa, una mujer a la que veía en contadas ocasiones y con la que apenas hablaba -como su hijo, mi padre, ella no era amiga de las palabras de más, prefería el silencio o la reserva-, yo sabía que existía, existe, una conexión secreta y poderosa, la sangre o el cariño, que te une a los otros.

La última vez que pude ir -y ya mi abuela no estaba, murió hace años- fue a principios de marzo, cuando la pandemia estaba extentiéndose pero aún no sospechábamos que traería consigo tanta desesperanza. Yo había viajado por cuestiones de trabajo y pensaba quedar después con unos amigos, pero un compromiso en Sevilla me obligó, ay, a adelantar el regreso y cancelar esa cita. Desde entonces, cuando se habla de Madrid en las noticias por la cosa política, yo me voy al lado sentimental. Pienso en todos los seres queridos que aguardan y sueño con el reencuentro. En mi pandilla bromeamos con la lata que dan en la capital con las virtudes de su agua y sus cielos. ¿Sabrán allí que su mejor patrimonio es su gente?

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