Estaba viviendo mi primera Madrugada y mis ojos se abrían con desmesura a lo nuevo. Iba, claro, de la mano de mi padre, de la mano que me conducía ante cualquier aventura. Y aquello era una aventura apasionante a los ocho años de vida. La primera Madrugada es algo que se te queda para los restos en lo mejor del arcano propio. Hacía frío en General Moscardó entre unas cincuenta personas, que era toda la bulla que esperaba al Nazareno. Con respeto se escuchaba una saeta que empezaba en la cruz y duraba lo que entonces duraban los tramos de cualquier paso. Hacía frío y le pregunté a mi padre por qué los nazarenos no se echaban el cirio al cuadril. "Así van hasta que el Señor ve la calle", me dijo. Luego vendría el estupor ante el Gran Poder y la maravillosa visión de la Macarena. Sólo tenía ocho años y hay que ver cómo se recuerda lo vivido de la mano del padre.
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