La ciudad y los días

Carlos Colón

Maldiciones bíblicas

FRENTE a las carcajadas provocadas por la prudencia de José Blanco para no influir en las elecciones estadounidenses, está el buen sentido, el discurso inteligente y el tono educadamente firme de Rubalcaba, entrevistado por Antonio Jiménez en el territorio no favorable al ministro del programa Gato al agua de Intereconomía TV. Hay sitio en el PSOE también para un Rubalcaba, y no sólo para un Pepiño Blanco. Hay sitio en el Gobierno para un Rubalcaba, un Solbes, un Alonso o un Corbacho, y no sólo para un Soria, un Bermejo, un Sebastián, una Álvarez o un presidente que hace de mascarón mediático-publicitario de proa de una barca que, como la de Remedios Amaya, se hundiría si los primeros no la manejaran.

De lo que dijo Rubalcaba en la larga entrevista me llamó la atención su referencia a la obligación de no aceptar las muertes en carretera "como una maldición bíblica". Muchas veces se ha escrito aquí -a propósito de las muertes en carretera y otras cuestiones- sobre el (interesado) fatalismo posmoderno, neocon, ultraliberal, pos- ideológico o como quiera que ustedes tengan a bien llamarlo, que cierra cada vez más vías de futuro que no sea la suya, deslegitima como utópica toda iniciativa de cambio, da por imposible toda transformación y confina en un presente inmóvil: las cosas son como son, y este ser es a la vez su deber ser y su única posibilidad de ser. El ciudadano, como sucedía con el fatalismo premoderno o las maldiciones bíblicas, sólo puede plegarse ante estas fuerzas tan extraordinarias, poderosas y globales; más fuertes aún que las antiguas, porque pretenden encarnar los valores modernos del progreso y de la racionalidad económica y científica. Oponerse a ellas, además de inútil, es incurrir en el sentimentalismo, la irracionalidad, la superstición, la nostalgia...

No es así, por supuesto, aunque pretendan convencernos de ello. Por eso me gustó la palabra de progreso de Rubalcaba: no hay maldiciones -ya sean las muertes en carretera o cualquier otro mal- que el buen gobierno y la educación no puedan erradicar o minimizar. Una vez preguntaron a Muñoz Molina en qué educación creía: "Creo en el sistema educativo del krausismo español que viene de la herencia ilustrada europea. Creo en el sistema de la instrucción pública, en la educación destinada a desarrollar lo mejor de cada uno, la educación destinada no a congraciarnos con nuestra presunta identidad, sino a sacarnos de nosotros y hacernos lo mejor que podamos ser".

A nosotros y, con ello, también al presente que nos ha sido dado -¡tan poco tiempo!- para hacer de él lo mejor que pueda ser.

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