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Cambio de sentido

Carmen Camacho

Mamá, quiero ser sofista

YA huele a precampaña! Aunque hoy el Rey esté de ronda de consultas con quienes podrían salvar la legislatura, los líderes políticos llevan días en modo mitin: Iglesias recupera su flow de rap, Rajoy revive al soltar tres perogrulladas y Sánchez busca la reválida para volver a ser candidato ("seguro que lo eligen", predijo en un poema Charles Bukowski). Vuelven con brío el grito en firme, el falso beso, el chiste fácil, la chaquetilla de arengar, las palabras hueras, el tono fatuo de pregón. Mucha y mala forma para poco y no mejor fondo.

La retórica y la oratoria hace tiempo que ha caído en desgracia. El arte del buen decir, apreciado desde tiempos de Homero, ha sido sustituido por la videopolítica, la telegenia y los eslóganes ramplones. Como yernos perfectos, los líderes actuales más que disertar escenifican, convencen a base de repetirse, reducen el argumentario a tres consignas y la dialéctica al "y tú más". A este lado de las urnas, quienes tenemos el derecho al voto tampoco podemos dárnoslas de masa crítica exigente. Ni los nostálgicos de Azaña o de Maura -o del piquito de Felipe González o de Julio Anguita- aguantan ya una disertación de las de antaño. El homo videns -alerta Giovanni Sartori- al perder la capacidad de abstracción pierde también la de distinguir lo verdadero y lo falso. Mal asunto. Se nos llena la boca de Cervantes, y no sé si estamos a tiempo de traer al presente el discurso de las armas y las letras, o los consejos que Quijote da a Sancho para gobernar la ínsula.

Así las cosas, pidiera yo para el nuevo tiempo político palabras más aladas. Como en aquella pintada -"¡Basta de realidades; queremos promesas!"-, exigiría a los líderes que pelearan con verbo ágil sus programas, y que nos los recitaran como las catilinarias. Que intentaran aprender, como Fidípides en Las nubes de Aristófanes, a defender sus argumentos aunque éstos sean los inferiores o injustos. Que se transformaran en hábiles sofistas sería señal de que al menos nos ven como algo más que espectadores: como ciudadanos a los que no se les convence con dos selfies, cuatro tuits y mil imágenes. Tiempos raros, en los que la ignorancia atrevida se vende como elocuencia, y en los que pasa por prudente quien no tiene nada que decir. Tiempos raros, en los que los sofistas pasarían por Platón. Tiempos raros, en los que reto a los políticos a que traten de persuadirnos, si es que tienen lo que hay que tener: razones.

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