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Mandarines

Son como los curas, probablemente ateos, de una religión que temiera quedarse sin fieles

Como otras palabras sonoras y entonces indescifrables que recordamos haber aprendido de niños, cuando los tebeos o las novelas no necesariamente juveniles mencionaban a los agrimensores, los burgomaestres o los condestables, los mandarines aparecen asociados en nuestra memoria a las aventuras que transcurrían en el Extremo Oriente y presentaban a aquellos individuos refinados pero implacables, poderosos ministros o altos funcionarios de la China imperial que aunaban la sabiduría milenaria y la proverbial crueldad de la raza amarilla. En sentido muy otro, el término, que como es sabido designa también el nombre de la variedad mayoritaria de la lengua hablada en el país asiático o el de ese maravilloso cítrico que como cuenta Helena Attlee no conocimos los occidentales hasta el siglo XIX, se puso de moda en la posguerra, de la mano de los círculos existencialistas para los que el mandarinato estaba integrado por los custodios -"perros guardianes", los había llamado Nizan- de la alta cultura que defendían, más que el conocimiento, sus intereses de clase. Pero también Sartre y los suyos ejercieron de mandarines -baste recordar la así titulada novela de Beauvoir, muy inferior por cierto a otra posterior de nuestro olvidado Miguel Espinosa, que no concebía acepción que no fuera despectiva- y el hecho de que intelectuales tan supuestamente lúcidos acabaran apoyando el maoísmo no deja de tener su coherencia, a la vez cómica y siniestra.

Leída como diminutivo, la palabra suena ligeramente ridícula, pero si hay algo que distingue a los mandarines de todo tiempo es su afición a la solemnidad y el desprecio que sienten hacia quienes se sitúan al margen de la autoridad sancionada por los tribunales. En teoría partidarios de la meritocracia, tienen un concepto burocrático de la cultura que es el que prevalece, por ejemplo, en muchas universidades, como denuncian con razón los mejores de sus miembros. La mentalidad del escalafón es el mejor refugio de los mediocres, que una vez investidos pueden dedicarse a perseguir el talento al primer indicio, pero también los verdaderamente sabios se caracterizan a veces por un orgullo maléfico que los lleva a comportarse como seres despóticos, arrogantes y desdeñosos, acreedores de continuos homenajes. Se muestran insaciables en su demanda de reconocimiento o más bien de vasallaje y no comprenden, porque no les interesa, lo que sucede fuera de los dominios donde gobiernan, maniobran o conspiran sin que nadie les tosa, pontificando como los celestiales de los que hablara el poeta. Son como los curas, probablemente ateos, de una religión que temiera quedarse sin fieles.

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