QUE Manel Arranz, el director de La 2, no haya comparecido en una de esas entrevistas de contraportada en El País, desayuno o almuerzo mediante, constata bien a las claras el modo en que en este periódico infravaloran a la televisión pública. La 2 es un símbolo. Otro mundo. Una televisión pensada para la inmensa minoría. Y a Manel Arranz no le falta nada para ser un buen director. Además de su inmenso bagaje audiovisual, cuenta con una percha increíble. Elegancia, estilo, clase. Vamos, que podría abanderar una portada del Icon y dejar con la boca abierta a muchos. Pero volviendo a las contraportadas del diario nacional más vendido y se supone que más volcado con eso que llaman la 'cultura de vanguardia' no se haya dignado a llevar a su última página a Manel significa, amén de una tremenda cortedad de miras, cuál es el termómetro con que se mide en este país el peso y la relevancia social de una cadena como La 2.

En otro contexto, en Francia sin ir más lejos, Manel Arranz sería, para la cultura nacional, un referente, un señor al que se rifarían para participar en los jurados de los festivales de cine, en los foros culturales de las obras sociales de las extintas cajas de ahorro, en las tertulias de cualquier entidad encantada de conocerse. Aquí, reconozcámoslo, Manel pasa bastante inadvertido. Si no fuera porque la Defensora del Espectador, Elena Sánchez, lo lleva de vez en cuando a resolver alguna duda, apenas le veríamos el pelo. Y mira que hay motivos para mirarle y admirarle.

No lo duden. Que Manel Arranz no esté considerado en el Top Ten del país como un imprescindible habla muy bien de nuestra errónea escala de valores.

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