La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Marisa Carrillo

Es historia porque fue vida. Una diaria, dulce, amable y elegante compañía para miles de sevillanos

Es como si ayer hubieran vuelto a cerrar La Española y Los Estepeños; como si fuera la una de la madrugada y terminara la última película que proyectaron el Llorens, el Coliseo o el Pathè; como si fuera el primer amanecer tras el cierre de Los Caminos y la luz naciente mostrara sus patios desiertos y sus estanterías vacías de buenos paños; como el día en que vimos los escaparates de Sanz, Atlántida, Pascual Lázaro o Montparnasse ciegos y sin libros; como si por las galerías vacías del teatro San Fernando en espera de su derribo sonaran los ecos de las voces de Lola Flores y Juana Reina; como si el digno y pulcro violinista ambulante García Belgrano Sarasate hubiera comprado la última vela que cada viernes ponía al Señor del Gran Poder en el candelero de las ofrendas que estaba en el atrio y después hubiera seguido su larga ronda para tocar su última canción por entre los veladores de la Alicantina o La Raza; como si fuera mayo de 1960 y estuviera vacía la mesa de Belmonte y el Gallo en Los Corales. Porque ha fallecido Marisa Carrillo. Y con ella se ha ido otro poco de Sevilla. Y de la más importante: la de los sentimientos, no la de los monumentos; la de los días, no la de los siglos; la de la vida, no la de la historia; la de los recuerdos de lo vivido, no la de las narraciones.

Marisa Carrillo es historia no sólo de Radio Sevilla, sino de la radio en Sevilla. Pero es historia porque fue vida, porque para miles de sevillanos fue una compañía dulce, amable, elegante y cercana. Su voz era un puerto en el que refugiarse, una casa en la que cobijarse, una fresca sombra bajo la que guarecerse, una invisible, cercana y fiel compañía. Es imposible expresar con palabras las calidades y cualidades de una voz como la suya. Daba igual que informara, entrevistara, entretuviera o hiciera publicidad: siempre transmitía esa sensación próxima, doméstica, reconfortante. Hacía de alguna forma más permanente lo efímero y más dulcemente elegante lo cotidiano.

No exagero como se suele en el elogio fúnebre. Se lo escribí aquí cuando vivía, muchos años después de que se retirara. Me lo agradeció con una carta encantadora escrita con elegante letra inglesa que conservo con cariño. Ojalá que en su largo retiro nunca se haya sentido olvidada. Que la Esperanza Macarena, divina partera de las almas que nacen a la vida eterna, tenga en sus manos la suya.

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