Memoria, verdad

La ahora cuestionada Transición hizo realidad una reconciliación que parecía inalcanzable

Que el destino final del espanto de Cuelgamuros -y de los huesos o de la momia de quien ordenó construirlo- no importe de hecho a casi nadie en España es un buen síntoma que revela que somos un país muy distinto, sin duda mejor, que el que hace más de cuarenta años lloraba o celebraba la muerte de Franco. No hay más que ver las imágenes del enterramiento, en un blanco y negro de trazas expresionistas, para darse cuenta de cómo hemos cambiado y de hasta qué punto las décadas que nos separan de aquel momento de incertidumbre, con el entramado institucional de la dictadura todavía intacto, parecen siglos. Que el futuro pasaba por la reconciliación nacional ya lo vio don Manuel Azaña y con el paso del tiempo muchos de los antiguos enemigos se sumarían a una demanda que implicaba asumir las famosas palabras finales -paz, piedad, perdón- de su último discurso como presidente de la República, del que el pasado julio se han cumplido ochenta años. Con todas sus limitaciones y servidumbres, la ahora cuestionada Transición hizo realidad esa noble aspiración que parecía inalcanzable, propiciada por la renuncia de unos y otros a reabrir las viejas heridas. Todos tenían presente el recuerdo de la Guerra Civil y la necesidad de pasar página, pero es cierto que al contrario que los descendientes de las víctimas del llamado terror rojo, que al menos habían podido enterrar a sus muertos con todos los honores, los herederos de quienes fueron asesinados por los franquistas -y eso sin contar la feroz e interminable represión de la posguerra- no recibieron reparación ninguna. Decenas de miles de 'desaparecidos' siguen amontonados en las fosas o en las cunetas y sus familiares, doblemente humillados, debieron primero sobrellevar la pérdida en silencio y después resignarse, tras la amnistía, a la impunidad de los asesinos. La citada renuncia tuvo para ellos un precio muy alto y en ese sentido la iniciativa de localizar los restos y hacer un censo completo, aunque por desgracia tardía, no puede ser más justa. Otra cosa es el proyecto de una así denominada comisión de la verdad que, para lograr algo parecido a una visión global y ponderada del periodo, tendría que albergar una pluralidad de perspectivas incompatible con el ardor sectario. Si ni siquiera los historiadores se ponen de acuerdo a la hora de interpretar hechos sobradamente documentados, es poco probable que sirva para algo una comisión designada por políticos que siguen instalados en la confrontación permanente. Tantos años después, identificar y honrar a las víctimas es la única urgencia.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios