Tribuna Económica

Joaquín / aurioles

Miedo a la deflación

CUATRO meses de inflación negativa a lo largo del último año sitúan a la economía española entre las más vulnerables frente al riesgo de deflación. Por desgracia tampoco se puede culpar a la caída de los precios del petróleo porque la inflación subyacente, que excluye el precio de los productos energéticos y alimentos frescos, se ha mantenido en el entorno de cero desde el pasado mes de febrero, hasta que durante los dos últimos meses también decidió adentrarse por la senda de las variaciones negativas.

No existe, sin embargo, la más mínima señal de preocupación en el Gobierno, quizás porque, como también ocurre en Grecia y Portugal, la perspectiva de deflación no se percibe como una amenaza de incumplimiento de sus expectativas de crecimiento para este año ni para el próximo. Una sensación muy diferente a la existente en el resto de Europa donde, ante las adversas perspectivas de crecimiento, aumenta la presión sobre el Banco Central Europeo (BCE) para que intensifique el recurso a los estímulos monetarios no convencionales, al tiempo que se suaviza la oposición alemana ante este tipo de medidas. Es bastante probable, por tanto, que a corto plazo, tal vez en la reunión de hoy, se pueda conocer algo más acerca del enigmático comunicado de Mario Draghi sobre su compromiso de lucha contra la deflación y sobre la posibilidad de acudir al mercado de deuda pública.

Puede que el diferente grado de sensibilidad resida en las circunstancias económicas tan diversas que existen entre el centro y la periferia europea. Es razonable que en España se atribuya la responsabilidad de la apatía de los precios, al menos en parte, al elevado nivel de desempleo, al aumento de la inestabilidad y la precariedad del mercado laboral y al descenso de los salarios. Si además se tiene en cuenta el crecimiento de la productividad, como consecuencia, sobre todo, de los ajustes de plantilla, el aumento de la presión fiscal y la ya señalada caída en los precios del petróleo, es comprensible que el Gobierno se sienta más cómodo en la tesis de que las presiones deflacionistas proceden, en su mayor parte, del lado de la oferta, es decir, de las condiciones de producción. Serían, por tanto, una consecuencia esperable de las reformas estructurales emprendidas y vendrían cargadas de connotaciones positivas.

En el resto de Europa, donde ni el desempleo ni las condiciones de trabajo (en términos de precariedad) son comparables con España, la sensación es que la principal causa del riesgo de deflación es la debilidad de la demanda, que es lo que lleva a Mario Draghi a reclamar un cambio de dirección en las políticas fiscales, con el fin de reforzar la eficacia de los impulsos monetarios, y a insistir en las reformas estructurales de los países miembro de la Eurozona.

El desprecio del riesgo de deflación en España podría ser calificado de imprudente. Por un lado, por la debilidad de la hipótesis de la diferente naturaleza de las causas originales de las presiones deflacionistas entre el centro y la periferia europea. Por otra parte, porque si las condiciones del mercado de trabajo son determinantes, lo razonable sería desconfiar en una corrección a corto plazo de la precariedad laboral del país o la caída de los salarios.

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