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En esta Sevilla tan agradecida de pasear se añora una banda sonora que acompañe el deambular

La actriz Ana Torrent es aún una niña, mantiene esos ojazos que nos conmovieron en El Espíritu de la Colmena pero sin el candor magnético de aquellos siete años. Ahora hay una sombra en sus pupilas y un cierto amanecer en su cuerpo que la hace aún más magnética. Jaime de Armiñán, director de El nido,  película de la que hablo, la hace subir a una roca (campos de Segovia) y dirigir con un dedo una orquesta invisible que interpreta el dúo de Adán y Eva de la Creación de Haydn.

Es una escena tan bella que se traga el resto de la película, es una imagen que permanece en la memoria, cuarenta años después de su estreno y aunque no se haya vuelto a ver, con la fuerza de las emociones más intensas.

¿Acaso este capricho añade argumento? ¿Es un mcgufin? ¿Se dio el gustazo Armiñán de regalarse un momento musical sublime porque sí? Seguramente todo eso y algo más que el director y escritor quiso hacer. Solo sé que apenas recuerdo el argumento de la película pero siempre que oigo ese dueto (que suele ser a menudo, según época, y compulsivamente) veo a la niña Ana Torrent dirigiendo belleza.

El capricho que se dio Armiñán –por cierto, nieto de una notable actriz a la que se le atribuyen amores con Pérez Galdós, de quien celebramos centenario y obra–, es la demostración empírica de que somos capaces (sin llegar a ser genios como él) de crear nuestra propia sintonía, a poco que nos esforcemos y rompamos la terrible fuerza de la inercia. Tuve una vecina, no diré dónde, que muchas tardes blandía a modo de micrófono la maza de un almirez de cobre, se encajaba un velo de blonda negro y ponía a todo trapo a María Dolores Pradera y se marcaba un playback insuperable en la terraza acristalada. Era un placer verla aunque la voz de la maravillosa cantante llegara aminorada por el ruido de la calle. Quién dijo que una no puede ser una estrella en el abrigo del hogar.

Hay momentos, en esta Sevilla tan agradecida de pasear (a pesar de todos los pesares que la vida y el siglo XXI nos ponen por delante) que se añora una banda sonora que acompañe el deambular. Si no tuvieran tan mala prensa, y efectos perversamente nocivos para la contaminación acústica, es tentadora la idea de llevar en el hombro “un loro “de esos inmensos (de los de “no hay parto sin dolor ni hortera sin transistor”) que atruene nuestro paseo, según estado de ánimo. Ahí caben  desde el tiernísimo De Provenza il mare de La Traviata –con Kraus–  a el Köln concert de Keith Jarret o, momentos hay, el Vete de los Amaya, que se puede coronar con cualquier copla de Van Morrison, tan buena compañía musical como portador de un carácter infernal en la vida real.

Esperamos que nos hagan bella la vida, nos quejamos si no es tan buena como nos creemos merecer, a veces con razón, y olvidamos que somos (la eternidad de unos minutos, por lo menos) los directores de nuestra propia orquesta.

Y finalmente la frase de Chejov: Ya que no podemos ser felices, procuremos estar entretenidos.

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