La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Miserere de agosto

Como si no quisieran desasirse del Señor. Como si cogieran fuerzas para volver, solos, a sus soledades

Caela tarde del viernes en el inicio del puente de la Virgen. El centro de la ciudad se vacía temprano de vida bajo un cielo plomizo. Bares y comercios con los cierres echados. Pocos paseantes, casi todos turistas. Calor opresivo multiplicado por la humedad. Ronroneo de aires acondicionados. Ventanas cerradas. Sudan los cuerpos quietos. Suda el cielo gris estático una breve, casi imperceptible lluvia de finas gotas tibias. Crujido de hojas secas arrastradas por alguna breve ráfaga de viento enfebrecido. La vida parece haber huido a otra parte. Nadie. Nada.

En este sofocante atardecer gris y vacío hay cirios encendidos en el atrio de la Basílica del Señor y hermanos portándolos. Hay medallas sobre sus pechos. Hay un estandarte alzado. Hay devotos ocupando todos los bancos. Hay un incesante pasar tras el Señor. Se va a celebrar el Miserere semanal. Como si fuera octubre. Como si fuera marzo. Como si fuera siempre. Escribí una vez que allí todos los días son viernes y todos los viernes son santos. También los de agosto. También este gris, húmedo, caluroso, vacío, viernes de inicio del largo puente de la Virgen. Quizás lo único que cambie es una mayor intensidad devocional, un mayor sentimiento de hermandad entre quienes de sus soledades vienen y a sus soledades volverán. Han atravesado, ¿desde dónde?, la ciudad vacía para venir aquí. Atravesarán, ¿hasta dónde?, la ciudad aún más vacía, cayendo ya la noche que poco a poco se adelanta, para volver a sus casas -unos en compañía, otros solos- en las que habrá alguien o no habrá nadie. Aunque no estarán del todo solos. En esa poco más de una hora se han sentido tan próximos a los otros, desconocidos pero hermanos, devotos unidos por un mismo sentimiento, como solo pueden sentirse quienes se saben hijos de este Padre bueno de San Lorenzo y ante Él han rezado juntos el mismo Padrenuestro, se han dado la paz mirándose a los ojos, han formado en la cola de la comunión que une a todos -los presentes y los ausentes, los vivos y los muertos- como nada puede hacerlo.

Ha terminado el Miserere. Se apagan las luces de la Basílica dejando iluminado solo el altar. Unos se despiden en el atrio o en la puerta. Otros, la mayoría quienes están solos, se quedan sentados en los bancos. Como si no quisieran desasirse del Señor. Como si cogieran fuerzas para volver, solos, a sus soledades ya no del todo solas.

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