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Acción de gracias

Momentos

A menudo, convencidos de que sólo lo exótico y lo inusual posee valor, se nos escapa la grandeza de lo que vivimos

De todas las vivencias que compartí con mi padre antes de que él muriera, a menudo irrumpe en mi memoria una aparentemente insignificante, un episodio que se repetía cuando yo era adolescente. No había épica alguna en esa rutina: algunas tardes de sábado íbamos al supermercado, a buscar algún capricho para el fin de semana o el ingrediente que nos faltaba en casa para alguna receta, y a la vuelta parábamos en un bar, siempre el mismo, el Lairén, en la calle Canalejas. Esos rituales cotidianos, modestos, han perdido con los años y la ausencia su condición minúscula: hoy, que sabemos que esos paseos dejarían de darse, desprenden un raro destello al ser invocados. Cuánto daría el adulto por disfrutar de nuevo las conversaciones, los silencios, que compartió de muchacho esos días con su padre.

Esta semana que agosto se acerca a su fin me asaltó otra costumbre del pasado: mi hermano y yo, antes de dejar la playa y regresar a la ciudad, nos despedíamos del verano cometiendo un exceso en La Ibense de Chipiona, sin sospechar que esas copas de helado y nata que nos pedíamos acabarían teniendo en el recuerdo el gusto añadido de la nostalgia, de la infancia perdida.

A menudo, convencidos de que sólo lo exótico y lo inusual posee valor, se nos escapa la grandeza de lo que vivimos cada jornada. Recuerdo que hace un tiempo, antes de la pandemia, anoté entusiasmado tras un almuerzo y una larga sobremesa con los amigos que habría escrito entonces un poema, o un poemario, sobre la gratitud, que crecer no era sino aprender a dar las gracias. Todavía no habían llegado el confinamiento, la distancia social, la añoranza de los otros, pero esa velada vislumbré, en un pálpito, el prodigio que se esconde en una sencilla reunión. Ya lo cantaba con tanta belleza Gil de Biedma: "Sólo quiero deciros que estamos todos juntos./ A veces, al hablar, alguno olvida su brazo sobre el mío, / y yo aunque esté callado doy las gracias ,/ porque hay paz en los cuerpos y en nosotros".

Crecer es aprender a dar las gracias, y también comprender que la maravilla no necesita del subrayado. Que al final, si miramos atrás, la aventura no era tanto ese gran viaje a un destino lejano -que también- sino ese tramo del sendero en sombra, una tarde de primavera. Que tan majestuosas eran las noches de desenfreno como aquella vez que bailamos solos en el salón. Hoy sé que los gestos pequeños crecen en el recuerdo, como un fruto, y que esos momentos, únicos y sublimes pese a su apariencia común, componen la red de la vida.

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