LA reciente operación del monarca ha desatado una ola de comentarios a propósito de la sucesión en la Jefatura del Estado y otras cuestiones ligadas a la misma. Un cierto mantra tertuliano aboga por una posible abdicación y otro cuestiona la falta de previsiones constitucionales, abogando por la necesidad de una ley orgánica.

La Constitución, en su artículo 1.3, establece que la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria y en consecuencia el Título II (arts. 56 al 65) se dedica a regular esta forma de la Jefatura del Estado. Debe recordarse que todos estos artículos forman parte del núcleo duro de la Constitución, cuya reforma se somete al procedimiento agravado del artículo 168.

La monarquía parlamentaria fue inicialmente explicada mediante la fórmula "El rey reina, pero no gobierna". Sin embargo, a la vista de su funcionamiento en la práctica, no pocos tratadistas sustituyeron esta fórmula por otra aparentemente igual pero en el fondo muy distinta: "El rey no gobierna, pero reina" en la que el énfasis otorgado a la conjunción adversativa resulta determinante para dar sentido a la expresión. Sólo desde esta consideración puede entenderse el Título II de la Constitución, el estatus de la Corona que allí se establece y las funciones del Rey allí determinadas. Por eso, los reyes lo son hasta la muerte y las abdicaciones sólo se contemplan como hechos singulares y extraños, por antitéticos, a la institución… Aunque el aburguesamiento de los titulares de algunas coronas europeas los haya llevado a jubilarse como si de unos altos ejecutivos se tratara.

Distinta de la abdicación es la posible inhabilitación del monarca, que daría paso a una Regencia, no a una sucesión, y cuya base radica en una imposibilidad física o psíquica del monarca que debe ser reconocida por las Cortes Generales (art. 59.2). Las Cortes Generales tienen efectivamente un papel en relación con la Corona y así, junto a lo anterior, la Constitución prevé su actuación en distintos supuestos que no son de carácter legislativo: ante ellas se proclama al Rey y éste presta juramento (art. 60.1), juramento que también hace el Príncipe heredero al cumplir la mayoría de edad, así como, en su caso, el Regente o Regentes al hacerse cargo de sus funciones (art. 60.2); junto al Rey declaran la prohibición expresa de contraer matrimonio cuyo incumplimiento supone el apartamiento del orden sucesorio (art. 57.4); igualmente las Cortes han de proveer la sucesión a la Corona si se extinguen las líneas llamadas a suceder (art. 57.3); y designar la Regencia (art. 59.2) y al tutor del Rey niño (art. 60.1) en el caso respectivo de que no existan las personas previstas constitucionalmente para ello.

Estas funciones de las Cortes tienen adicionalmente la cobertura expresa establecida en el art. 73.1: "Las Cámaras se reunirán en sesión conjunta para ejercer las competencias no legislativas que el Título II atribuye expresamente a las Cortes Generales". Pero técnicamente, aunque los actos de las Cortes tengan valor de ley, no son una ley en sentido formal. Y mucho menos podrían ser leyes orgánicas, cuyo especial procedimiento aprobatorio previsto por la Constitución en absoluto puede amoldarse a la reunión conjunta de ambas cámaras. Y resulta asimismo incongruente pretender dar forma de ley a aquellos actos que el art. 73 califica de competencias no legislativas, aunque puedan ser importantísimas. Así que yerran quienes preconizan que todas estas cuestiones se resolverían por una Ley Orgánica de desarrollo del Título II de la Constitución. La solución es más simple y bastaría con que todo ello estuviera previsto en el Reglamento de las Cortes Generales, cuya existencia viene exigida por el art. 72.2. El problema es que no tenemos un Reglamento de las Cortes Generales… porque no se ha hecho. Tenemos un Reglamento del Congreso de los Diputados y otro del Senado, pero no uno para cuando ambas cámaras se reúnen en sesión conjunta. Resulta incomprensible, pero así es.

El equívoco sobre ley sí, ley no, procede de lo dispuesto en el artículo 57.5 de la Constitución: "Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión se resolverán por una ley orgánica". Pero esto no es un llamamiento a una ley orgánica general de la Corona, entre otras razones porque sería inoperante ya que no es posible considerar a priori todos los supuestos puntuales que podrían producirse, sino el mandato de que cada supuesto concreto que pueda plantearse en las materias aludidas por el citado artículo -y sólo en ellas- sea resuelto mediante el mecanismo de una ley orgánica que lo contemple en su individualidad.

Cosa distinta de cuanto venimos hablando es la falta de regulación constitucional de la figura del Príncipe de Asturias. La Constitución, aparte de otorgar esta distinción al heredero de la Corona desde su nacimiento o desde que se produzca el hecho que origine su llamamiento (art. 57.2) sólo se ocupa de él para determinar que, de ser mayor de edad, le corresponde ejercer la Regencia en caso de que el Rey se inhabilitara. Obviamente el ejercicio de la Regencia supone el de ejercer, por sustitución, las funciones del Rey establecidas en el Título II. Pero nada nos dice sobre su estatus y funciones durante la situación expectante de simple heredero de la Corona. Tal vez sea en este tema, teniendo en cuenta además que esa situación puede alargarse durante décadas, donde podría profundizarse en la conveniencia o no de la promulgación de un Estatuto del Sucesor a la Corona. No estoy seguro sobre cuál sería el tipo de norma constitucionalmente correcta, pero esa es ya otra historia.

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