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DERBI Joaquín lo apuesta todo al verde en el derbi

EL Gobierno impulsó, en uno de sus ya numerosos paquetes de medidas contra la crisis, una moratoria en el pago de las hipotecas por parte de los parados. Las empresas, o han decretado moratorias en sus planes de expansión o pelean con bancos y acreredores para concederse una moratoria de esperanza antes de ir a la suspensión de pagos (hoy, concurso de acreedores). Entre los ciudadanos, quien más quien menos se ha dado una moratoria de gastos e inversiones, que ya no se ciñen sólo a lo superfluo. Cada uno se quita de comprar lo que necesita quitarse, y la moratoria de los ahorradores es total.

En cambio, no se puede decir que haya una moratoria de la clase política. Los alcaldes y concejales han aceptado, más o menos a regañadientes, congelarse los salarios, lo que en unos casos supone congelarlos de verdad y en otros subirlos lo que haya aumentado el IPC, y la Junta ha dado el buen ejemplo de suspender este año las tradicionales copas y comidas de Navidad. No es mucho ahorro para las arcas públicas, pero, ya digo, estos gestos resultan ejemplarizantes. Con lo mal que lo está pasando la gente, ¿a quién se le ocurre celebrar las entrañables con un dinero que la gente no tiene? Es más, ¿qué es lo que tienen que celebrar los gestores públicos?

Pero la falta de moratoria de la que hablo es la de los proyectos e iniciativas faraónicas que algunas autoridades y directivos de empresas públicas se han empeñado en poner en marcha. Cuando nadábamos en la abundancia nadie reparaba en que este puente, esa torre o aquella remodelación podía ser perfectamente inútil y prescindible. Ahora que vamos sumergiéndonos en la precariedad empezamos a preguntarnos si, además de inútil y prescindible, no supone una bofetada ética y estética a los ciudadanos.

Hace falta una mayor sensibilidad de la clase gobernante ante las dificultades que atraviesan los gobernados. Ya hay suficiente distancia entre la vida de los primeros, confortada por los coches de lujo, los cristales ahumados, las moquetas de los despachos y las lisonjas de los servidores, y la vida de los segundos, que tiene toda la crudeza de la realidad cotidiana en un tiempo de crisis depresiva y deprimente. No la hagan más honda con caprichos y megalomanías, porque alguien lo puede tomar como una provocación. Sean prudentes y austeros. Estamos a un cuarto de hora de que el malestar se convierta en cabreo y de que la resignación colectiva ante la gravedad de la crisis y la impotencia de los gobernantes se transformen en hostilidad manifiesta y tome cuerpo de desorden y algarada.

Sí, hace falta una moratoria. Una moratoria de sensatez y discreción. Y si no la decretan por convicción, que lo hagan al menos por interés. O por instinto de supervivencia.

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