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La tribuna

Rafael Rodríguez Prieto

Nacionalismo en transición

LAS últimas declaraciones de Cayo Lara muestran las dificultades de IU para convertirse en una izquierda capaz de aprovechar el legado de movimientos como el 15M. Vuelve a confundir federalismo con desintegración, algo bastante común entre nuestros políticos, y asume al pie de la letra el subterfugio teórico denominado "derecho a decidir", que no es más que un resorte ad hoc para salvar la imposibilidad jurídica del uso del derecho de autodeterminación. Algunos dirán que IU no abandona su papel como tonto útil del nacionalismo (Gobierno Ibarretxe o el vergonzoso Pacto de Estella-Lizarra). No es necesario insultar.

A mi juicio, IU vuelve a ser presa de sus complejos y de una constante consulta del manual del "Izquierdista Políticamente Correcto". Este manual, repleto de consignas fáciles y simplistas, fue puesto en práctica por ZP con las consecuencias que todos conocemos. El 15-M vino a demostrarle cuál era el programa real de una izquierda consciente de los problemas reales de la gente. Una izquierda que postula un derecho a decidir sobre cuestiones que nos afectan a todos y son la verdadera espina dorsal de una sociedad y de las preocupaciones de la gente: trabajo, sanidad, educación, pensiones, a la vez que se limita la influencia de poderes que nadie ha elegido. Cuando el nacionalismo de Mas reprimió con dureza al 15-M en Plaza Catalunya sabía perfectamente lo que hacía. El discurso del 15-M se enfocaba en la realidad y desafiaba los mitos del nacionalismo y de su rancio pensamiento conservador.

El nacionalismo es una ideología consistente en convencerte de lo afortunado que eres, aunque estés explotado y sometido a los imperativos de la casta del 3%. Y lo eres porque tienes la inmensa suerte de haber nacido en no sé qué sitio. Además te ofrece una mitología que te hace creer que eres hasta superior y luego te enseña a odiar a otros. Esos otros se levantan cada día con el único afán de hacerte la puñeta y además tienen la culpa de cualquier desgracia que te aqueje. Esto último es un bálsamo para cualquier preocupación intelectual o ganas de pensar en ideas como la justicia social. El nacionalismo te lo da todo hecho, gracias a una escatología que es siempre el preludio de una liberación falsa. El nacionalismo es cosa de pobres. Los ricos entre sí no son nacionalistas. Todos sienten como propia la bandera de las Islas Caimán o la del paraíso que se encarte. Entre ellos se llevan bien. Se entienden en el idioma universal del bonus y de que el mantenimiento de los países sea cosa de la alelada clase media.

No importa que sean las mismas familias las que durante generaciones ostenten el poder político y económico. Tampoco perturba a la cosmovisión nacionalista que con la bandera se cubran todo tipo de corruptelas, arbitrariedades o intereses particulares. Se invisibiliza una realidad en que personas, empresas, equipos o colectivos de la, presuntamente odiada, comunidad gozan del cariño y reconocimiento del resto del país. Se oculta que muchos catalanes y vascos ocupan puestos de gran relevancia a nivel estatal en todos los órdenes de la vida social. Lo relevante es el derecho a decidir; eso sí, de lo que convenga a esas mismas familias. Lo demás, por supuesto, ya no queda amparado por ese derecho. Decidir si queremos mantener la sanidad pública, un sistema de pensiones justo o una legislación laboral e impositiva progresiva no son importantes para generar las "estructuras de estado", que incluso llegarán a bajar los decesos por cáncer.

En España la legislación tributaria y su falta de progresividad se la debemos, en buena medida, a los sucesivos pactos con CIU. Su desproporcionada influencia en un estado que les maltrata viene condicionada por el incontrovertible hecho de que un voto en Gerona valga más que en Palencia, tal y como concluyeron Soriano y Alarcón en una investigación titulada Justicia electoral (Ed. Amuzara). Pero todo esto no se consigue en dos días. La negligencia de los dos grandes partidos, sus complejos y su falta de atención a elementos cruciales como la educación o la relevancia del uso de los símbolos ha hecho el resto. Los nacionalistas actúan así porque de ello depende su supervivencia, pero la actitud de los dos grandes partidos durante estos años merece una crítica mucho más severa que una tibia reprimenda anclada en un presente henchido de incertidumbre.

Ojalá algún día nos demos cuenta de la riqueza común que atesoramos. Ojalá a nadie le resultara extraño aprender catalán, gallego y vasco en Sevilla o Salamanca como parte de una cultura común, abierta y enriquecedora que engloba también a otros estados del Mediterráneo con los que hay que estrechar vínculos. Hoy no parece ser factible. Divide et impera.

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