Natividad

No necesitamos rendir gloria a Dios en las alturas para desear paz a los hombres de buena voluntad

Los antropólogos y los historiadores de las religiones cuentan de dioses niños en culturas muy distantes en el espacio o en el tiempo, sea al referir episodios de la infancia de seres divinos o casi divinos -algunas teogonías se complacieron en describir esos primeros pasos- o al tratar de la encarnación de figuras sagradas en pequeños mortales escogidos a los que imaginamos, pobres, abrumados por el privilegio. El contraste entre la condición superior de una naturaleza más que humana y la fragilidad y la inocencia de la edad da pie a graciosas o tiernas paradojas que acercan el misterio a los devotos e imprimen en ellos una forma de piedad bienhumorada y entrañable, la misma que sienten los padres o las madres hacia sus hijos corrientes o los lleva a ellos mismos a proyectar su filiación respecto de más elevadas instancias.

Entre los mitos fundacionales del cristianismo, los que datan de la época primitiva en la que no había propiamente una iglesia ni menos aún un cuerpo teológico que le diera sustento, cuando la secta fundada por el galileo no había roto del todo con el judaísmo ortodoxo ni asumido el giro que la llevaría a rebasar su estrecho ámbito originario para dirigirse también a los gentiles, la hermosa y singular historia del nacimiento del Mesías es sin duda la más conmovedora e impresionante. Parece que de hecho no empezó a conmemorarse sino bien entrada la Era, hacia los inicios del siglo III, pero la falta de respaldo bíblico no impidió que calara hondamente en el imaginario popular ni que haya pervivido, pese a los reparos de la facción más antipática e intelectualizante de la cristiandad, como una de las grandes festividades del calendario.

La breve vida de ese niño milagroso abundó en momentos estelares que lo retratan como un muchacho resabiado, un joven predicador de retórica sencilla o un mártir al que su padre, que era y no era él mismo, ha abandonado en el trance de una muerte horrible, pero ni siquiera su trágico final o su espectacular resurrección -que es el pilar de la fe para la comunidad de los creyentes- igualan la poderosísima escena de la natividad en el establo. No necesitamos rendir gloria a Dios en las alturas para desear paz a los hombres de buena voluntad. El hijo del carpintero fue una personalidad tan extraordinaria, tienen tanta vigencia algunas de las palabras que le atribuyeron sus discípulos, que lo de menos es su condición divina. La exigua luz de un farol herrumbroso, con los cristales nublados de otras muchas candelas, lo recuerda en el balcón donde las buganvillas, pese a los fríos, aún regalan sus flores ateridas.

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