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EL sentimiento es tan antiguo como la Humanidad misma, pero el nombre que lo identifica surge en época reciente. Fue Johannes Hofer, joven alsaciano estudiante de medicina, quien, en 1688, en una disertación presentada en la Universidad de Basilea (Dissertatio medica de nostalgia), utiliza por primera vez el término: con bello uso de la etimología, a partir de las palabras griegas nóstos (regreso) y álgos (dolor) nomina así al hasta entonces conocido como "mal de Suiza", una enfermedad que afectaba particularmente a los soldados helvéticos enviados a guarniciones extranjeras. Muchos de éstos, atormentados por la memoria de su tierra y por el deseo de retornar a ella, enfermaban e incluso morían. Se incorpora oficialmente al castellano a finales del siglo XIX (1884), ya con un significado que trasciende patologías concretas y abarca estados comunes y universales del alma. Aparece hoy en el DRAE con una doble acepción: la primera, bastante específica, se refiere a la "pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos"; la segunda, atópica e intemporal, alude a la "tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida".

Es ésta última, ante una realidad que se desmorona y que arrastra cuanto tuvimos, la que ahora me interesa. Se aproximan días nostálgicos, transidos de ese dolor punzante que provoca la irrecuperabilidad de nuestros viejos paraísos. Será incontenible el pensamiento lacerante que agrandará las bondades del ayer y negará los bienes, quizá pocos pero existentes, que aún poseemos. Cada cual a su manera sufrirá la tentación de evocar una y otra vez -puñal que penetra sin remedio en las entrañas del alma- lo que fue y nunca volverá a ser, de recontar obsesivamente lo que extraviamos en el camino y de sublimar el calor de hogueras que la Historia apagó.

Dicen los expertos que esa nostalgia del pasado es la de peor pronóstico. Jamás se cura porque se alimenta permanentemente de la excelencia inobjetable de una hipótesis. Mal haríamos, pues, en sucumbir a su falso e hiriente dulzor. Por el bien de nuestra propia cordura, hay que olvidar, y rápido, los años de vino y de rosas, el sol que se puso y el azul que griseó. Es momento para la valentía, para encajar, por pésimas que sean, las cartas que entran y jugarlas con la vertiginosa pasión de quien se sabe todavía vivo.

El futuro sigue siendo nuestro. Más allá de cantos enfermizos y paralizantes de sirenas ucrónicas, el reloj avanza. Sus manecillas, tenaz y maravillosamente palpitantes, continúan buscando un soplo de felicidad. Ni nos sirve ni nos servirá girar el rostro y mirar hacia atrás. Tampoco acurrucarnos, apenados e indolentes, en los ilusorios pliegues de una mortal melancolía. Sólo es verdadero tiempo el que nos queda. Y convendrá encararlo con la mente despierta, los fantasmas encadenados y las esperanzas -Dios proveerá- sensatamente intactas.

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