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Relatos de verano

César Romero

Oídos sardos (III)

5Poco antes de la primavera Manuela me había hablado de la posibilidad de pasar quince días en Cerdeña. Llevábamos una temporada de tirantez. Manuela se pasaba todas las tardes en la Facultad o en el Colegio de Abogados, preparando recursos o las clases que el director de su departamento no iba a dar. Estaba en su cuarto año de pasante de un prestigioso bufete, luego de casi cinco años preparando oposiciones a judicatura. Su brillante expediente se había topado con la dureza o la irracionalidad de las oposiciones. Cada vez dedicaba menos tiempo a nuestra relación. Y yo tampoco hacía mucho por mejorar la situación. Me había acomodado, en cierto modo sus horarios me devolvían a mi vida de soltero.

Nos habíamos casado dos o tres años antes. A iniciativa suya. Soy de los que creen que no hacen falta papeles para certificar un estado. Pero ella se empeñó. Por mis padres, decía. Siempre que oigo esa excusa pienso: miente, si se quiere casar es que o quiere tener hijos o piensa que si el cura o el juez no certifica la relación es como si sólo fuera un ensayo o una toma falsa, algo que no va en serio. Eso cuando no se dan ambas razones.

-Si tú quieres, por mí encantado. Lo que pasa es que Cerdeña debe de ser cara, ¿no? Allí veranean todos los pijos de Italia. Creo que hasta tu amigo Berlusconi...

Me gustaba atacarla por este flanco. Pensé que quizá ese viaje le viniera bien a nuestra maltrecha relación. En el invierno previo había llegado a plantearle la posibilidad de tener hijos. Era un asunto tabú entre nosotros, al que Manuela siempre respondía con un no, "al menos por ahora". A Manuela siempre le gustaron y tal vez un hijo nos sacara de aquel espasmo. Lo que pasaba es que Manuela sabía que tener un hijo en ese momento interrumpiría o acabaría con su carrera profesional. Estaba, además, en ese punto de arranque en el que su carrera aún incipiente debía coger vuelo, haciendo méritos en el despacho, también en la cátedra (uno más de los provechosos engaños de nuestro tiempo, en el que la juventud se alarga ficticiamente hasta la madurez para, entre otros cosas, seguir pidiendo que los ya falsos jóvenes sigan haciendo méritos. Ay, cuánto meritorio encubierto). Aunque ahora pienso que sólo eran excusas, que cuando en aquel invierno me dijo que todavía era pronto, cuando me contestó con su enésimo "no, aún no, al menos por ahora, Marcelo", estaba diciéndome que un hijo ya no nos serviría para salvar lo que estaba herido de muerte. Quizá ella iba por delante, sabía mirar más allá, o prefería no ponerse vendas. Porque pensar en las vacaciones sardas como panacea para nuestros males no dejaba de ser otra venda. Tal vez debería habérmelas planteado como ella hizo: como nuestras últimas vacaciones juntos, un tiempo para disfrutar como sólo se saborean las cosas cuando uno ya se sabe con un pie, o pie y medio, en el estribo.

6

Durante el año que estuvo ampliando estudios Manuela viajó por la mayor parte de las grandes ciudades italianas del norte. Al sur sólo fue una vez, una breve escapada para ver Pompeya y la temida Nápoles. Quizá por esto cuando le planteé que podíamos repartir las vacaciones, una semana en Cerdeña y otra en algunas ciudades de la vieja Italia, se negó. Quería descansar. A mí me daba un poco igual, lo que quería evitar era una estancia de medio mes con un matrimonio con el que no tenía el gusto.

Al final nos pasamos los quince días en tierra sarda. Federica, la esposa de Guglielmo, era agradable y simpática, pero si nos frecuentamos más fue para equilibrar la balanza. Ambos nos incomodábamos cuando nuestros respectivos no paraban de charlar sobre sus viejos tiempos. Que otro haya estado antes con tu mujer, y la haya desnudado y babeado y susurrado en la penumbra, puede crear o no una cierta camaradería, pero lo que sí da es un conocimiento al otro que nos desarma. Quizá por ahí venga nuestro incomodo: el amor común pone al descubierto demasiadas debilidades propias. Supongo que a Federica le pasaba igual. O peor, porque Federica ya conocía a Guglielmo cuando Manuela estuvo en Roma.

Federica, según Manuela, era la típica feúcha lista de la pandilla. Aunque probablemente la entrada firme en la treintena había mejorado un cuerpo que en la primera juventud debió parecer incompleto, no me pareció feúcha. Las curvas generosas, la nariz prominente y esa cierta rotundidad de mujeres de una vez embellecían unos rasgos que, aisladamente, tal vez no constituyan un canon de belleza actual. Parecía, pero sólo a primera vista, una mujer de armas tomar. Una mujer a la antigua usanza, de esas que desde no sabemos cuándo vienen asegurando la efímera vida humana y sus historias. Una mujer junto a la que el escuchimizado Guglielmo parecía aún más enclenque. Pese a ello debía de estar enamorada de Guglielmo desde siempre, antes de que Manuela se lo encontrara en una manifestación contra el inefable Berlusconi, con su foulard al cuello y sus gafitas de lector de Gramsci y Pavese levemente caídas sobre el puente de la nariz, y al hablarle en mal italiano fijara en ella la atención que no prestaba a aquella feúcha que lo acompañaba y que desaparecería como ya habría hecho otras veces antes.

Hasta que un día, luego del enésimo fracaso amoroso, ese famélico y donjuanesco personaje se fija en su paño de lágrimas, en los carnosos hombros sobre los que está llorando, en el cálido regazo al que siempre vuelve y ahora ve como nuevo, tal vez porque nunca hasta ahora ha vuelto, siempre estuvo de paso, y se siente acogido y comienza a desnudar ese regazo y el seno deja de serlo y se transforma en tetas y la entregada Federica, que hasta el nombre lo tiene feo, no se lo explica pero no pierde la vez y se desnuda y lo desnuda y se abre y se entrega como creía que ya nunca iba a ser, como estaba convencida de que era privilegio de otras, también de esa española que se encontró en otra de sus manifestaciones y con la que pasó unos meses inacabables. Y, según daban a entender con sus continuas conversaciones, inolvidables.

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