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Relatos de verano

César Romero

Oídos sardos (II)

4Conocí a Guglielmo cuando nos recogió en Olbia. Llegamos con retraso, como está obligado tratándose de Italia. Así como en otros países está tasada la propina que debe dejarse en los bares, en Italia debiera estarlo el retraso de los distintos transportes públicos. Avión: cuarenta y cinco minutos. Barco: una hora. Tren: doce minutos. Taxi: mejor no hablar. Llegamos a Fiumicino en hora, pero al poco ya anunciaron por los inaudibles altavoces del aeropuerto romano, entre tanto niño gritón y turista jaleándose, que el vuelo con destino a Olbia partiría con retraso. Menos mal que las normas de seguridad internacional implantadas en los aeropuertos han venido a dar sentido a tanto tiempo de espera perdido en malos asientos y cafeterías caras e insulsas. Por lo menos ahora la hora y media o las dos horas de espera se te pasan haciendo interminable cola ante los detectores de metales, cogiendo la cubeta de plástico en la que dejar reloj, cartera, monedas, cinturón y cuanto se porte en bolsillos y hombros, y, lo más innovador y divertido, subiéndote en una especie de juego infantil de zapatería antigua, o moderno transporte eléctrico sobre ruedas ocultas y sin contaminación, que son los aparatos escaneadores de zapatos, como si todos los turistas fuéramos James Bonds con los tacones de los zapatos, giratorios y huecos, llenos de nitroglicerina, cables minúsculos para la fabricación de una bombita o unos gramitos de coca para esnifar en el cambiador de bebés del cuarto de baño. No hay nada más ridículo que ver a un señor de traje, corbata y maletín, con la cubeta de plástico en la mano, subido a uno de estos artilugios y mirando al guardia, al carabiniero, con cara de "¿me puedo bajar ya?, signore, prego", mientras el carabiniero, velando siempre por nuestra seguridad, busca los ojos de su compañero para decirle con un gesto descarado que no se pierda a la turista de pronunciadas curvas que se está quitando pendientes y cinturón dos turistas más atrás, sin echar maldita cuenta al tipo que con la cubeta en la mano parece que esté pesándose o esperando un diagnóstico, hasta que se da cuenta, se apercibe dirían algunos de los malos novelistas de lectura obligatoria para mis alumnos de Secundaria, y sin mirar el resultado del peso o la medida que la maquinita arroja le dice al buen señor andiamo, andiamo, vamos que te vayas quitando de ahí que estoy deseando ver las piernas de la señora de la cola subidas al aparato, a ver si le suena algo y estamos un rato entretenidos con tan buena moza. Ah, nuestra bendita seguridad.

El vuelo a Olbia se retrasaba y más lo hizo mientras esperábamos en la jardinera que nos conduciría desde el edificio del aeropuerto al avión, pues cuando ya todos los pasajeros habían subido en el moderno autobús así llamado, apelmazados bajo el húmedo calor del verano romano y sin un soplo de aire acondicionado que llevarnos a las sufridas pieles, tuvimos que esperar a que montaran a lo que antes era una vieja en silla de ruedas y ahora es una persona de la tercera edad con discapacidad. Menos mal que es imposible aburrirse rodeado de italianos. El viaje desde el edificio al apartado avión fue toda una aventura, con aviones que se cruzaban por delante, cochecitos desvencijados portadores de maletas que trazaban curvas imposibles, ambulancias sin sirena que circulaban como si llevaran órganos para trasplantar, tipos que se iban quitando las corbatas del uniforme de las distintas compañías aéreas subiendo a otras jardineras o a la nuestra, una aventura que la mayoría de nuestro pasaje ni siquiera miraba, pues en su mayor parte estaba formado por sardos que volvían a su tierra para pasar el fin de semana o las vacaciones y aquello sería lo habitual para ellos, pero que a Manuela y a mí nos hizo encoger los hombros y cerrar los ojos más de una vez.

Evidentemente no fue ese el último retraso. Sentados en el avión que debía trasladarnos a Cerdeña, mientras acabábamos de transpirar lo poco que aún nos quedaba, el comandante del vuelo, con el estudiado titubeo con el que hablan algunos italianos, convencidos de poseer un tono masculino y seductor, nos informó de que al sobrepasar el número de pasajeros un tramo establecido en las normas internacionales de navegación aérea era preciso que volara otro sobrecargo al que ya se había avisado y a cuya llegada, por fin, despegaríamos. Me lo explicó Manuela que, como la niña empollona que siempre había sido, disfrutaba traduciéndome, con su espíritu de primera de la clase, lo que yo ya había mal que bien entendido.

Ah, sardi. Esas fueron las palabras de Guglielmo cuando arribamos, acompañadas del típico gesto italiano con los dedos de las manos pegados y como trazando unas espirales inacabables pero interrumpidas, suspendidas en el aire, un gesto que lo mismo vale para agradecer la calidad de una comida que para acordarse de todos los antepasados del cocinero. Ah, sardi dicen los romanos o los milaneses como aquí los catalanes o los castellanos dicen "Ah, los andaluces" o "Ah, los extremeños", con ese tono de desprecio genérico. Lo oí mucho en Roma, no en Cerdeña, claro, aunque hubiera tantos romanos allí veraneando. A Guglielmo lo llamé algunas veces Alberto Sardi o Ah, Alberto Sardi, tanto le oí la exclamación en aquellos días, pero Manuela, que como buena primera de la clase carecía del primero de los sentidos, el del humor, no me entendía, o tal vez saturada de mis bromas, juegos de palabras y dobles sentidos, no quiso entenderme. Ah, sardi, dijo el romano Guglielmo, como si las dos horas de espera en Fiumicino fueran imputables a los sardos, como si todos los males de la vieja Italia fueran siempre culpa de isleños y sureños. Ah, esa herencia romana, por cristiana, de ver siempre la viga y la paja y todo en el ojo ajeno. Ah, las gastadas metáforas bíblicas, qué vistas están (pero ya no tanto, que a mis alumnos adolescentes debo explicárselas cuando las usan a tontas y a locas, si las usan), pero qué socorridas y entendibles por todos. Tutti quanti.

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