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Relatos de verano

César Romero

Oídos sardos (yVII)

Desde el barco vimos por vez primera Porto Rafael, donde iríamos unos días más tarde, con su plaza abierta y un par de casas con paredes cubiertas de hiedra. Manuela se quedó con las ganas de nadar hasta una playa famosa por su arena rosa. Obligados por la rapacidad de los turistas la habían acotado, y prohibido el acceso y el baño en la misma, pues grano a grano, por curiosidad o por el absurdo mimetismo de nuestro tiempo, todo el que llegaba se llevaba una botella o un puñado de aquella arena rosa, dejando la playa esquilmada. Desde la distancia apenas podía apreciarse el afamado rosa, pero como buenos turistas abrimos maravillados las bocas y nos hicimos lenguas del inusitado color de la arena que casi ninguno había visto.

En una de la multitud de calas a las que accedimos nos dieron media hora para un baño. Guglielmo se quedó en el barco. Federica, que gustosa se habría bañado, no quiso dejarlo solo. Así que por una vez Manuela y yo pudimos bañarnos sin la presencia del profesor de Filología Comparada. Nadamos hasta alejarnos algo del grupo que en tropel se había lanzado sobre el mar, y entre rocas blancas y pulidas y erizos enormes que dormitaban plácidamente agarrados a ellas, intenté acercarme a Manuela y besarla y abrazarla, como hacíamos siempre que nos adentrábamos juntos en el mar, en cualquier playa, como hicimos la primera vez que dormimos juntos, en una lejana playa gaditana.

-Déjame.

Y se zafó de mí iniciando una brazada.

-Antes te gustaba.

-Antes, antes. Siempre antes. No ves que no me apetece.

Y se alejó nadando mientras yo me mantenía a flote moviendo levemente los brazos.

Volví al barco el último. Tuvieron que esperarme porque al hacer el recuento les faltaba uno. Disfrutaba pensando que Manuela andaría maldiciendo, negándome una y otra vez. Cuando izaron la escalera tras subirme y la embarcación reanudó su marcha, mientras Federica me pasaba con sus ademanes de mujer plácida mi toalla, Manuela no puedo evitar decirme un "Tú siempre dando la nota" que me confirmó que la había enfadado.

Durante la excursión nos cruzamos con numerosas zodiacs que acercaban a la orilla a familias enteras desde sus yates, fondeados a cien o doscientos metros de la playa. Las calas sin sombrillas, con escasa vegetación y el agua límpida, de un gris transparente que dejaba ver hasta la última roca, se iban haciendo tan habituales que al final casi no llamaban la atención. Paramos en un puerto menor, tras el que se escondía una de estas maravillosas calas, durante un par de horas. La cala perdió su encanto cuando los ciento y pico de turistas que desembarcamos nos apelotonamos sobre la fina y ardiente arena para tomar los preceptivos baños de mar y sol. Manuela, obsesionada con el bronceado, se embadurnó otra vez en crema protectora (ya lo había hecho antes de salir del apartamento y antes de nuestra zambullida) y se tumbó sobre su toalla. Guglielmo, con la camisa, el sombrero de paja y las gafas de sol, se peleaba con la apelmazada arena para clavar su minúscula sombrilla bajo la que ni siquiera Federica podría guarecerse. Y Federica, la pobre Federica con la piel curtida para aquel sol y aun para uno abisinio, aguantaba sentada sobre una roca con extraña forma de poltrona.

Me levanté y en tres saltos me planté en la orilla y con lentitud precavida me fui sumergiendo en las cristalinas aguas. Braceé durante un rato para olvidarme del trío y al parar, sin esperarlo, surgió por mi vera uno de los monumentos simbólicos de Cerdeña, el oso esculpido por el viento o por las manos del hombre en una enorme roca blanca que culminaba un saliente. Capo d'Orso se llamaba aquel lugar, cabo del oso, recordé, con el enorme oso esculpido que parecía moverse sobre sus pesadas patas, a la caza de su comida o en defensa de sus pagos. Me quedé un rato allí, flotando, y contemplé el dinamismo de la escultura, cómo sus autores habían sabido fijar el movimiento del animal, un instante fotográfico, cinematográfico, cientos de años antes de que existieran la fotografía o el cine. Un oso en plena afirmación de sus dominios, cuyos límites nadie osaría, nunca mejor dicho, traspasar. Curioso que una mole de esa magnitud hubiera apresado el gesto dinámico del oso, su paso firme pese al tambaleo de los andares, ese movimiento detenido por los siglos.

Luego, de vuelta de la jornada marítima, pasamos frente al Capo d'Orso y la guía de la excursión explicó el origen de aquel oso y el de otra escultura medio natural medio hecha por el hombre, pues en Italia casi nunca se sabe qué es natural y qué artificial, tantas veces han sido contadas las historias que ya nadie sabe qué es invención y qué no, si es que a la postre no todo es ya invención, la de una bruja, strega, de prominente nariz y verruga en una mejilla, que guardaba la costa y, tal vez junto con el oso en actitud belicosa, sirvió para ahuyentar tempestades o temporales y piratas tan frecuentes en otro tiempo por esos mares, con ayuda de la siempre predispuesta imaginación humana.

10

El otoño siguiente a nuestro viaje Manuela se fue a vivir a Madrid, lejos de nuestra ciudad. Un importante despacho de abogados le hizo una oferta. Vio en aquella oferta la señal esperada para iniciar una nueva etapa. Una nueva vida, Marcelo, me dijo. Hace dos semanas me llegó la notificación del divorcio. Rápido: estábamos de acuerdo en todo, había pocos bienes materiales que repartir. Y de los otros, ninguno.

No fui a Cerdeña a salvar mi matrimonio. Fuimos allí para deshacernos de su cadáver, para que allí acabara de descomponerse. Para que su carne, ya muerta y maloliente y entregada a los gusanos, no contaminara el aire que aquí aún esperábamos respirar, el aire de nuestras nuevas vidas. De las que Manuela y también yo pensábamos que serían nuevas vidas. Ilusos. Aún no lo sabíamos, no lo queríamos ver. Que uno siempre lleva a cuestas a todos sus muertos. Da igual dónde se dejen los cadáveres. Siempre van con uno, se llevan puestos. Siempre. A los ya muertos y sepultados y a los aún vivos.

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