TRÁFICO Cuatro jóvenes hospitalizados en Sevilla tras un accidente de tráfico

Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Ola de frío

Era perturbador salir a la calle en julio y ver a la gente vestida con ropa de invierno, todos encapuchados

El desplome de las temperaturas sorprendió a la ciudad de madrugada y muchos de sus habitantes sufrieron de hipotermia al despertar tiritando de frío, casi desnudos como estaban, pues desde hacía semanas se iban a la cama en noches de treinta grados. Cuando amaneció, el sol era apenas una bombilla de cuarenta vatios en las últimas, parpadeante. El interior de las casas estaba helado. Entre la población se sucedieron las crisis de ansiedad y los ataques de paranoia mientras las familias revolvían apresuradamente en los altillos y en los desvanes buscando mantas, cobertores, edredones y nórdicos al tiempo que oían en la radio noticias sobre lo que estaba ocurriendo, aunque no aclaraban mucho. Todo era una gélida confusión y a los aturdidos locutores se les notaba el aliento entrecortado al decir que la temperatura había bajado de golpe, algo insólito en esta época del año, en pleno mes de julio, pero eso ya lo sabían todos mientras intentaban controlar el temblor de sus dedos para manipular el mando y convertir el aparato del aire acondicionado en un calefactor que disparase cuanto antes chorros de aire caliente. Algo muy grave, según una de esas madrugadoras voces radiofónicas, había ocurrido en los pueblos costeros, repletos ya de veraneantes que habían huido del horno de la ciudad. Allí había habido muertos. Sin tiempo para abrigarse. Su indumentaria era camiseta, bermudas y chanclas. Los que se quedaron en la ciudad pudieron rebuscar en maletas, baúles y armarios con la ropa de invierno guantes, bufandas, gorros, calcetines, leotardos, chaquetones, plumas y abrigos. Era perturbador salir a la calle en julio y ver a la gente vestida con esa ropa, todos encapuchados. Nadie quería mirarse. Si alguien lo hacía veía miedo en el otro. A pesar de la fama de chistosos que tenían los habitantes de la ciudad, nadie oyó una broma sobre el asunto. Los bares no aguantaron mucho tiempo abiertos al no poder cambiar en las terrazas los nebulizadores de agua por las estufas, y nadie quería tampoco tapas frías y mucho menos cerveza en vasos helados. Los kioscos también cerraron, de lo contrario habrían descubierto tieso a algún kiosquero al lado de un ventilador. Era lo que había ocurrido con algunos indigentes. La Policía Local halló cerca del río sus cuerpos azulados y contraídos sobre cartones escarchados. Sanidad cambió sus habituales planes para evitar los golpes de calor y ordenó no salir de casa si no era estrictamente necesario. Y siempre acompañado, nunca solo. En la calle se debía permanecer el menor tiempo posible. Y los viejos y los niños fueron confinados. La gente empezó a asomarse a la calle desde detrás de los cristales empañados de sus balcones y ventanas. Todos miraban al cielo, donde el sol había desaparecido, y se preguntaban cuánto duraría aquello.

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