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C ÓMO es Juan Carlos Ortega. Compartió una entrega de Cumbres junto a Edurne Pasabán, y como era de esperar, su excursión no pasó inadvertida. Mira que han pasado invitados por el programa, pero sin duda que el primero en poner el dedo en la llaga tenía que ser él. Qué pasa cuando llega el momento de hacer las necesidades en pleno monte. Qué hace las veces de papel. Quién si no iba a plantear esas cuestiones. Pero que nadie piense que hubo ni un atisbo de escatología. Lo de Juan Carlos Ortega en Cumbres fue, si hubiese que definirlo de alguna manera, más bien pura filosofía. O filosofía pura. ¿Quién, si no, además de Juan Carlos Ortega iba a ponerse a disertar sobre la muerte en medio de las cumbres de Aigüestortes? ¿Quién iba a recordar en ese escenario de ensueño que al cabo de 5.000 millones de años el sol se descompondría y el planeta tierra agotaría su vida para siempre? ¿Y quién iba a expresar como él su deseo imposible de asistir a ese acontecimiento, su pesar por no poder estar presente en el momento en que los habitantes de este mundo se muden a otros? El Cumbres de Ortega fue paradigma de la buena televisión. De la televisión buena, bonita y barata. En un momento dado, como si fuese el señor Casamajó, el comunicador se convirtió en uno de esos entrañables ancianos que salen de su garganta, y por un momento inspiró cierto miedo incluso a la aguerrida Edurne encontrarse con un especimen así en medio del monte.

Si por mí fuera, dedicaba un Imprescindibles a Juan Carlos Ortega. Cuánta gente sobrevalorada anda por ahí, tan campante, dándose humos cuando si rascas un poco todo se queda en cáscara. Ortega sí es pata negra.

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