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Otoño caliente, ¿otra vez?

La bonanza del otoño, cuando antaño llovía, la asociábamos al ocio tranquilo y a las horas despreocupadas

Del mejunje entre el verano tardío y castigador y el otoño imberbe, alguien inventó el horrible palabro: veroño. En las redes, ese lodazal lleno de amigos, hay quien ya prefiere llamar al otoño como la estación del "no sé qué ponerme". Existe un otoño atmosférico, que es el que predicen las cabañuelas de los druidas y que luego afirma o desmiente la Aemet por voz de Luis Fernando López-Cotín. Pero hay otro otoño ambiental, incluso existencial. Parece ser que el otoño será más cálido de lo normal. ¿Otra vez? Las lluvias apuntan a escasas. ¿Otra vez? Las meadas caídas del cielo volverán a ser breves, pero furiosas y con impactos de bala en forma de granizo. ¿Otra vez? Las calles, como ya estamos viendo en España, serán escorrentías cual Venecias o Aveiros portugueses. ¿Otra vez?

No llueve ya ni siquiera en Grazalema, patria de la pluviometría española. Evocaba el otro día por aquí Eduardo Jordá que la lluvia, a la que teníamos por molesta, casi se concibe ya como una rareza, como una melancolía en extinción. Los paisanos rurales hablaban en los viejos tiempos del temple que le regalaba al alma el escuchar cómo sonaba la lluvia al caer mansa pero incesante sobre el campo de uno (aunque somos urbanitas, a veces releemos Las cosas del campo de José Antonio Muñoz Rojas o ese maravilloso rincón toscano que es el Inventario de la casa de campo de Piero Calamandrei).

El otoño ambiental se presenta caliente. ¿Otra vez? Avisan los sindicatos que se apronta una estación fogosa y pancartera. Desde que uno era niño lleva escuchando la misma cantinela de siempre por parte de los sindicatos. ¿Qué otoño no ha sido caliente? De la reconversión de Solchaga al desguace de los Astilleros de Sevilla. A muchos el verano nos desagrada, el de antaño y el de ahora (con o sin cambio climático). Antes uno deseaba que llegasen los meses plácidos de octubre y noviembre, antes de que la mara tomara las calles bajo las chiribitas de luces de la temible Navidad. En Sevilla eran meses de un aburrimiento plácido. Culturalmente la oferta era medida (el célebre ciclo Sevilla en otoño). Ya no es así. Desde hace unos años, la ciudad del otoño en fin de semana no es más que un continuo festolín (conciertos de masas, procesiones de gloria y salidas extraordinarias, despedidas de soltero/a, desembarcos de cruceros, veladores a reventar, turistas a mansalva, algarabía soez). La necesidad de calle se ha convertido en patología. La bonanza del otoño, cuando antaño llovía, la asociábamos al ocio tranquilo y a las horas despreocupadas. Ahora todo es bulimia y entretenimiento.

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