Paisaje de ruina

La cuestión no es tanto quién paga esto, que seremos todos, sino cuándo. No es momento de apretar la tuerca

CAMINAR por el centro de Sevilla –o de Cádiz, ciudad que también habito– ofrece un síntoma preocupante: cada vez más locales cerrados. Las ciudades gentrificadas están en crisis. La pandemia ha pasado por la calles comerciales cual plaga bíblica, aniquilando cualquier negocio que no tuviese marcado su umbral antes del Covid-19 con la enseña de la viabilidad. Es la traslación práctica a la realidad local de las negras previsiones macro que nos auguran, desde dentro y fuera de España, las consecuencias de haber paralizado el tejido productivo y frenado la movilidad –la nuestra y la de millones de turistas que contribuían a nuestro progreso–; y está por ver cuál es la factura real que queda. Los próximos meses, más allá del verano, son claves para saber si remontar este mal momento es un esfuerzo asequible o si nos costará muchos más sufrimientos y años de los que pensamos. Al menos al inicio de esta crisis hay un consenso sobre qué es lo más importante: salvar las vidas, antes que nada, y los empleos, después. El confinamiento sirvió parcialmente para lo primero (cayeron miles de personas por imprevisión). Pero para salvar la segunda premisa necesitamos no volver a tener que encerrarnos y ayudar a quienes de verdad mantienen los salarios: las empresas. Algunas de las medidas tomadas gracias a ese consenso están siendo positivas (ERTE o avales que garanticen liquidez) pero se anuncian otras que hacen temblar. La más preocupante es que antes de que se haya reactivado la economía, antes de que siquiera Europa haya cerrado los detalles de cómo llega la ayuda prometida –que será insuficiente– ya se plantea una política de incrementar la presión fiscal. Es obvio que el aumento de gasto público, plausible en este momento, hay que sufragarlo. Y lo es también que vivimos en un país con una tasa de endeudamiento –público sobre todo– que no deja mucho margen. Pero la cuestión no es tanto quién paga todo esto, que debemos ser todos y contribuyendo proporcionalmente, sino cuándo. Penalizar el consumo con más impuestos indirectos o directos cuando estamos en el inicio de una recesión puede ser un grave error. No es momento de apretar la tuerca, sino de asegurar que toda empresa y empleo que se pueda salvar siga en pie para no mutar a una recesión como la de 2008. Mantener los planes fiscales previstos antes de esta crisis sin precedentes –y más si es por aplicar postulados ideológicos– puede lograr el efecto contrario al deseado: recaudar menos. Porque si caen masivamente las rentas y los beneficios, no habrá tributo que valga. Tiempo habrá de replantearlo cuando haya seguridad sanitaria y certeza en el crecimiento económico. O sólo conseguiremos aumentar un paisaje de ruina, que además de comercios cerrados nos muestra –ya hoy en Sevilla– colas de familias que ya necesitan ayuda para poder comer.

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