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La lluvia en Sevilla

Parque de María Luisa

Durante el confinamiento podíamos caminar, pero no pasear. Ahora valoramos más deambular por los parques

Los artículos de opinión tienen banda sonora, eso se nota en el baile de las palabras, ahí es posible hallar la partitura que tiene la autora o autor en la cabeza: ese cantiñeo por lo bajo de la sintaxis cuenta a veces más que las palabras que utilice. Las columnas -mías o de cualquiera- arrítmicas, que no suenan (ni mal ni bien) no son de fiar. Mientras escribo esta de hoy, suena de fondo la guitarra de Rafael Riqueni, el álbum de fotos musicales que le dedicó hace unos años al Parque de María Luisa.

Por verle algún lado bueno a esta calamidad vírica, social y política que vivimos, les cuento que los parques de Sevilla han recuperado el vigor de otros tiempos. Muchas personas han cambiado el domingo de restaurante y chiquillos angustiosos dentro de los leotardos, por el revuelo de las palomas, la subida al Gurugú y el aplauso al organista de canciones merengosas, a flipar con los pececillos y a retozar en el verde. Hablo del Parque de María Luisa -que tanto nos ha hecho soñar bajo la luna excesiva, abrir los ojos ante su verde profiláctico y gozar de su punto romántico y un pelín psicodélico- porque lo frecuento a menudo, pero puede hacerse extensivo a cualquier jardín público.

Durante el confinamiento, tuvimos que concentrarnos en caminar, no en pasear. Era importante la diferencia. Pasear estaba prohibido bajo multa, así que poníamos cara y cuerpo de saber perfectamente adónde íbamos. Por eso ahora valoramos deambular, y que se note incluso que no sé si quiero entrar en la Plaza de España, donde ahora sí hay más aborígenes -cada cual en su azulejo provincial- que forasteros. Los trajes de primera comunión y ciertas floraciones de plantas otoñales me dislocan el tiempo: es abril en octubre. Es como si hubiéramos metido varios meses en el congelador, y los fuéramos sacando poco a poco. A pesar de que el parque está hasta la bola, en mi rinconcito escondido entre álamos negros -que no desvelo para que siga siendo sólo mío y del escritor sevillanísimo al que está dedicado- es posible leer sola. O casi. Un matrimonio entra en escena para hacerle una foto junto a las columnas a su hija ataviada con tules, organdí, tirabuzones y limosnera. Parecen figuras resucitadas del poema Las primeras comuniones de Rimbaud ("del gran Día sólo quedan estos dulces recuerdos"), hasta que la niña mira a cámara y pone una cara, ensayada mil veces en los selfis, tan angelical que acaba por ser aterradora. Que los vecinos de esta villa volvamos a los parques, a pasear y a mirar distraídamente más allá de nuestras narices y pantallas, tiene algo tan sano como revolucionario. De revolución inmóvil, que viene a ser, no pocas veces, la interesante.

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