HACE veinte años, Chavela Vargas estaba muerta en vida. Se había echado en brazos de la depresión y del alcohol, dando tumbos por México, sin saber qué cantar ni cómo vivir desde la muerte en 1973 del compositor José Alfredo, autor de canciones que solo tienen pleno sentido cuando las hace suyas con su voz rajada y con su biografía maldita. Con 72 años, olvidada, Chavela se arrastró a cantar en un garito de Coyoacán llamado El Hábito. Y con ella se topó en ese bar de mala muerte un cliente que sabía de su grandeza. El español Manuel Arroyo, fundador de la editorial Turner. Se juramentó para sacarla de su postración, llevarla a España y dignificarla. Y el sevillano Lope de Vega fue el teatro en el que resucitó. José Luis Castro lo dirigía entonces y se apuntó el tanto de ser el primero que acogía a una leyenda de la vida al límite, a la que muchos daban por muerta o por retirada. Dos noches de aforo abarrotado, dos recitales impresionantes.

Quienes estuvimos presentes, y además nos pusimos al teclado para intentar transmitir a los lectores la memorable experiencia de cómo una anciana le puso los vellos de punta al público con una forma de cantar la soledad y el desamor ante la que era imposible sentirse indiferente, sabemos que Chavela sintió en lo más profundo de su ser que el destino se enamoraba de ella por vez primera. A sus pies, en el escenario del Teatro Lope de Vega, no había un público de timbas y drogas, de indiferencia ante la artista salvo si olvida la letra o se da un trompazo. Había respeto y atenta escucha. Ella superó el miedo a defraudar, y dio una lección suprema de cómo encarnar cada canción para que el espectador se sienta transido de emoción. Por eso Chavela ha sido idolatrada por tantos cantantes, fuente de inspiración para saber emocionar con lo que se interpreta. Para hacer indisociables la hondura del verso y el dramatismo de la voz, como radiografía de una sola verdad.

Chavela vive. Las noches de soledad se conjurarán para que su voz haga efecto sobre el dolor.