Patrañas

De siempre ha habido embaucadores, pero nunca lo han tenido tan fácil para vender su mercancía averiada

Una insuperable pereza frente a los entretenimientos audiovisuales nos impide perder siquiera un minuto para ver alguno de esos exitosos microespacios que al parecer circulan por la red y en los que una legión de sabios altruistas se ha propuesto demostrar la conspiración que ya desde antes de Eratóstenes, el geógrafo y astrónomo cirenaico que calculó con sorprendente precisión el radio de la circunferencia de la Tierra, habría impuesto la idea de que el planeta, contra la evidencia más inmediata, tiene forma esférica o esferoide. Para quienes se resisten a aceptar el secular engaño, nuestro mundo es plano como un disco, tan plano como las cabezas de esos miles de seguidores que de hacer caso a los diarios llevan camino de convertirse en millones. Lo llaman terraplanismo y el fenómeno no pasaría de ser una curiosidad anecdótica, comparable a las divulgadas por los iluminados que hace décadas decían haber sido abducidos por extraterrestres o animaban a tomar medidas ante la inminente invasión alienígena, si no fuera porque en la era de internet la velocidad y el alcance de la difusión de patrañas han alcanzado niveles insólitos. Las hay de todos los gustos, pero el perfil que distingue a sus promotores es esencialmente el mismo, voces más o menos ingeniosas que se atreven a disentir de las verdades oficiales y revelan lo que los poderosos no quieren que sepamos: que la teoría de la evolución es un disparate indemostrable, que las vacunas son perniciosas para los pobres niños o que el cambio climático es un invento urdido por investigadores venales para encubrir Dios sabe qué oscuros intereses. Es también la línea, dirigida a halagar a los crédulos por su arrojo y perspicacia, que siguen los líderes autoritarios o los fanáticos integristas, no en vano puede considerarse a los partidarios decimonónicos del creacionismo como precursores o incluso inspiradores directos de muchas de las actitudes que concurren en los más variados negacionistas. La desconfianza de la autoridad científica -creo en lo que veo o no veo y saco mis propias conclusiones- tiene de hecho una inquietante traslación al ámbito de la política, donde algunos supuestos defensores del pueblo, la nación o la verdadera democracia cuestionan la legitimidad de las instituciones o la libertad de prensa, recurriendo al uso de bulos, falsedades y estadísticas amañadas. De siempre ha habido embaucadores, pero nunca lo han tenido tan fácil para vender su mercancía averiada -o abiertamente venenosa- a los necios que reclaman un absurdo derecho a elegir entre la razón y la superchería.

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