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NO es probable que hoy, comienzo real de la primavera, tenga el lector ganas de atender al análisis de la actualidad económica, por relevantes que hayan sido los hechos de los últimos días. La reunión del G-20 ha sido contemplada como un éxito, por los acuerdos alcanzados y por la orientación de la acción pública en los ámbitos del comercio internacional, estímulo económico, refuerzo del sistema financiero e instituciones internacionales, y limitación de los refugios fiscales. La declaración final es más matizada que lo destacado en los titulares y, en realidad, se mantiene la trayectoria iniciada en la reunión anterior. Lo siento por los que ansiaban una refundación del capitalismo, aunque sí tendremos inevitablemente más Estado, no sólo mejor regulación.

Los compromisos de la reunión no son soluciones particulares para cada país y es iluso creer que la restauración del sistema financiero bastará para salir de la recesión. Los españoles hemos acumulado desequilibrios desde mitad de los 90 y no los hemos corregido porque nos encontrábamos con un clima financiero que soportaba un inusitado crecimiento de la demanda. Pareció haber un inicio de corrección durante 2006 y principios de 2007, dentro de la tesis oficial del aterrizaje suave, en realidad un batacazo durante 2008 y lo que queda. Quizá se habría logrado si la economía mundial hubiera mantenido su crecimiento, si nuestra demanda externa hubiera conservado su fortaleza y si hubiéramos seguido obteniendo financiación en el exterior. Pero esto se ha volatilizado y el ajuste se produce a través del empleo, dada la especialización productiva que tenemos y nuestros niveles relativos de productividad y costes. Aquí, en la productividad, en la eficiencia, en la mejora de los costes relativos está la senda para la salida española a la crisis. Y el recorrido será largo, como predice el Banco de España.

Nuestro sistema financiero ha gozado de un año de "carencia" respecto al de otros países y no tenemos algunos de los problemas que tanto han dañado a algunos de los grandes bancos. Seguimos en posición ventajosa pero no somos inmunes. Se ha intervenido ya una caja de ahorros -mírala cara a cara, que es la primera- y se abre el debate sobre la acción ante casos similares en el futuro. La cuantía máxima del aval concedido a CCM, que es sólo el 0,8% del sistema, o la del préstamo ya concedido por el Banco de España indican que no tenemos recursos para improvisar soluciones. Las normas sobre solvencia y las prácticas de las entidades financieras y una eficaz supervisión, en buena medida una herencia del gobernador Mariano Rubio, enorgullecen legítimamente al Banco de España y han sido utilísimas, pero no han evitado las malas decisiones de inversión en el sector inmobiliario y otros, ni tampoco la práctica bancaria de endeudarse a corto o medio plazo y prestar a largo plazo, lo que obliga a colocar el préstamo varias veces a lo largo de una vida que puede superar el cuarto de siglo.

Los mercados de colocación de emisiones a los que acuden los bancos están casi paralizados, los bajos tipos de interés son muy problemáticos, además de haberse iniciado una carrera hacia el desapalancamiento en la banca mundial, lo que implica la sequía del mercado interbancario y la preferencia por las entidades más capitalizadas. No es casual la queja reiterada de los dos grandes bancos españoles de encontrarse en desventaja respecto a entidades que han recibido una capitalización pública. Y tienen toda la razón, porque al mercado no le importa mucho hoy de dónde proviene el refuerzo del capital.

El asunto es que la mitad de nuestro sistema financiero, las cajas de ahorros, tiene una vía muy limitada para su capitalización: los beneficios retenidos y la emisión de cuotas participativas. Estos títulos participan en los beneficios y cotizan en el mercado, pero no otorgan derechos políticos y no han sido muy utilizados hasta la fecha.

No es muy probable que puedan ser el instrumento de la capitalización que va a ser imprescindible, por varias razones. Algunos de los grupos influyentes, como los sindicatos, pueden oponerse por considerarlo un paso hacia la privatización. Sería necesario abrir el acceso al Consejo de Administración a los titulares de cuotas participativas y la dotación a la Obra Social se vería mermada ya que habría que producir un dividendo. Y todo ello suponiendo que haya inversionistas dispuestos a invertir en entidades que han de satisfacer múltiples intereses ajenos al del accionista. Espero que no caigamos en la tentación de utilizar a las Comunidades Autónomas, Diputaciones o Ayuntamientos como inversores comprensivos y movidos por el interés general. Más bien, habría que esperar generosidad para que el sector se reordene de la manera más rápida y más eficaz.

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