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LOS pecados del pasado nos persiguen a todos. Incluso a aquellos que creen, ilusos, que la vida hará una excepción con ellos, quizás porque se piensan excepcionales en sí mismos. Cuando no son precisamente problemas los que la faltan a Zapatero, llega el pasado que vuelve y le pasa la factura de sus errores con el Estatuto de Cataluña. Una factura desestabilizadora.

Por su concepción de la España plural federalizante, por asegurarse la estabilidad parlamentaria y para aislar al Partido Popular, ZP hizo unas concesiones al nacionalismo catalán -incluida la finta final con Convergencia i Uniò- que nunca debió hacer. Y cuando digo al nacionalismo catalán me refiero no sólo a los partidos confesadamente nacionalistas, sino también al Partido Socialista y a IU de Cataluña, embarcados en una carrera frenética por ser más catalanistas que nadie (y con ello, conservar el poder en su tierra).

Pensó que aceptar, entre otras cosas, que Cataluña fuese definida como nación en el preámbulo del Estatut no iba a tener consecuencias políticas, o que no iba a tenerlas admitir que la lengua oficial y vehicular de Cataluña es el catalán y que todos tienen el deber de conocerla. ¿Acaso desconoce la capacidad ilimitada de los nacionalismos para cultivar el agravio permanente y transformarlo en nuevos dividendos, siempre insuficientes y revisables? ¿Tan difícil era intuir o deducir que quienes promovían su reconocimiento como nación albergaban el propósito, nada secreto, de tratar de igual a igual con la otra nación (España)?

Porque esto es todo lo que hay detrás del Estatut: la voluntad de las fuerzas políticas mayoritarias en Cataluña de que ésta no sea una comunidad autónoma como las otras. A ningún consejero de ninguna comunidad autónoma -salvo los vascos en otro tiempo, no ahora- se le ocurre siquiera la idea de que su estatuto o cualquier otra norma que salga de su parlamento no pueden ser rechazados o corregidos por el Tribunal Constitucional, el órgano que vela por que las leyes se atengan estrictamente a la Constitución.

En Cataluña es distinto. En Cataluña el propio presidente autonómico puede defender que su Estatut es intocable porque surge de un pacto político entre España y Cataluña (pacto entre el todo y una parte) y fue refrendado por los ciudadanos catalanes (en porcentaje ínfimo). En Cataluña una consejera puede exigir que si el Estatut no cabe en la Constitución sea la segunda y no el primero la que deba cambiarse. La mayoría política catalana propugna una soberanía popular catalana que la Constitución no reconoce. Sólo el pueblo español en su conjunto es soberano, según la Constitución. ZP permitió que sus aliados ignorasen esa realidad y esa realidad le persigue ahora. Los pecados del pasado.

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