cuchillo sin filo

Francisco Correal

Phileas Fogg llegó a tiempo

LA universalidad de los superhéroes de barrio. De las calles de la calle a las calles del estadio. Ésa es la metamorfosis de los Juegos Olímpicos. Le pido prestada la metáfora a Kiko Veneno, que hoy no podrá acudir como abanderado a la ceremonia inaugural de los de Londres porque tiene que cantar en Torredonjimeno. El día que Figueras, su ciudad natal, estaba rodeada por las llamas, Kiko Veneno se preparaba a conciencia corriendo por la playa de San Antonio, en Vila Real, ese rincón todavía virgen del Algarve portugués. Corría acompañado por Lula y Rita, madre e hija, sus dos perras de agua que hacían las delicias de mi hijo.

Veía a Kiko Veneno trotar por la playa mientras yo leía Un balón envenenado, antología de Poesía y Fútbol con dos seleccionadores de lujo, Luis García Montero y Jesús García Sánchez. Hay en esta selección colegas de Kiko Veneno como Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat. En su himno del centenario del Atleti, evoca el de Úbeda a otro Kiko gaditano y colchonero, autor del gol que nos dio el oro olímpico en Barcelona 92. "A cada cual lo suyo, pero para mí ninguno como Kubala", escribe y canta Serrat.

Kubala fue uno de los muchos húngaros que optó por el exilio cuando los soviéticos ocuparon Budapest en 1956. Ese año España boicoteó los Juegos de Melbourne. Mis padres también: se casaron el verano de ese año en señal de protesta. Mi primer recuerdo de unos Juegos es el de Tokio 64, mis siete años con la televisión a punto de llegar a mi casa. El guarismo de los 25 años de Paz, qué paradoja. Mi primer superhéroe fue Akii-Bua, el ugandés que llegó exhausto, sonriente, primero en los tres mil metros obstáculos. Mi adolescencia son los quince años de los Juegos de Múnich, diez años después del contubernio de Múnich. La guerra fría se libraba a golpe de boicots olímpicos: el Viejo Oeste no iba a Moscú 80, el año del 23-F (España se ha bastado para invadirse a sí misma muchas veces), el Nuevo Este no fue a Los Ángeles, donde brilló el nadador alemán Michael Gross, apodado el Albatros.

Buena parte de las medallas de Barcelona 92 las vivimos, primer año de vida de mi hija Andrea, en la casa malagueña del olímpico Antonio Corgos, que se la alquiló a mi hermano Blas. Mi sobrina Victoria nace el verano de los Juegos de Atlanta 96 y dieciséis años después ha llegado a Londres el mismo día que la delegación olímpica española. No para competir, sino para perfeccionar el inglés, ese latín de Brutos sin César. Rajoy despidió a los deportistas. Y rezará para que no haya fuga de músculos en estos tiempos en los que el destino boicotea a España. De Pekín a Londres. Phileas Fogg ha llegado a tiempo.

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