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Un día en la vida

Manuel Barea

mbarea@diariodesevilla.es

Piromanía

Los fundamentalistas de 'lo nuestro' están convencidos de que su incendio destruye algo nefando, impuro

Quemar libros como hicieron los nazis antes de dedicarse a quemar los cadáveres de los millones de personas que asesinaron en los campos de exterminio, quemar herejes como hicieron los católicos de la Inquisición, quemar cristianos como hicieron los romanos en el circo para jolgorio de Nerón, quemar iglesias como hizo la turba ignorante e inculta en la Segunda República, quemar soldados yanquis como hicieron los japoneses en las batallas del Pacífico, quemar la selva con todo lo que hubiera dentro -hombres, mujeres, niños, ancianos, ganado y cultivos- como hicieron los estadounidenses con su napalm en Vietnam, quemar retratos de reyes y de dirigentes políticos y de jueces y banderas y ejemplares de la Constitución en medio de la histeria colectiva y vocinglera…

¿Cómo es eso de que el fuego purifica? ¿A quién? ¿De dónde sale semejante aserto? El fuego quema y arrasa. A su paso las llamas sólo dejan ceniza, humo y desolación. Y un olor que lo impregna todo con el olfato contribuyendo a que el recuerdo negrísimo de la devastación total se incruste en el cerebro para siempre. Ya no queda nada. ¿No lo vemos cada verano, cuando esos hijos de puta la emprenden con los montes? Y eso es lo que busca quien enciende la mecha: la destrucción absoluta. A menos que estemos hablando de unos buenos troncos de encina ardiendo en la chimenea una noche de invierno, convirtiendo el hogar en un refugio confortable cuyos rescoldos mantendrán el calor hasta la amanecida, las otras llamas sólo persiguen la aniquilación. No hay nada después, aunque algunos hablen de rehabilitación (interesada) sobre lo calcinado. No es, ni de lejos, lo mismo. Se trata de poner fin. De que nada sea igual. Quienes defienden esto son todos esos fundamentalistas de lo nuestro que proclaman con su embustera verborrea inflamable el carácter purificador del fuego, convencidos -y lo que es peor, convenciendo a bastantes- de que su incendio destruye algo nefando o como mínimo imperfecto y que las llamas se encargan de acrisolar para a continuación, sobre lo calcinado, resembrar lo genuino y lo auténtico.

Para poner en marcha toda esa combustión no escatiman en gastar toneladas de barata gasolina dialéctica. Y más que sin plomo, siendo un plomazo. No es de extrañar que el fin de toda esa piromanía tenga lugar en una recóndita estación de servicio.

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