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la ciudad y los días

Carlos Colón

Prado de adioses y lágrimas

PERMÍTASEME una evocación personal a propósito del cierre de la estación de autobuses del Prado. Vivía a gusto en Tánger. Debo mucho a esos once años primeros de mi vida que me hicieron el regalo de dos lenguas maternas; una tolerancia por así decir biológica -no aprendida, vivida y ejercida como algo natural en el trato con nuestros amigos y mis compañeros de clase marroquíes y judíos-; los beneficios de la educación pública francesa desde la primaria hasta el liceo; la libertad que se respiraba en las películas que veíamos -o que no podía ver, pero de las que oía hablar con entusiasmo a mis padres y sus amigos- en el Roxy, el Goya o el Mauritania; los libros aquí prohibidos que mi padre compraba en la Librairie des Colonnes del Boulevard Pasteur; la terraza del Café de París mientras en la Jukebox -aquellas hermosas máquinas de discos- sonaba Petite Fleur de Sidney Bechet, Diana de Paul Anka o Les enfants du Pirée de Melina Mercouri; los increíbles atardeceres en las Grutas de Hércules; las magdalenas proustianas del Salón de Té de Madame Porte; el té verde en la azotea de una tetería de la Medina, junto al palacio de Barbara Hutton, cuyos muros caían en picado sobre el mar; la playa interminable; el eco de las tertulias -mi padre tenía la virtud o el defecto de tratar a su hijos como adultos- en las que participaban Samuel Cohen, Gregorio Corrochano, Manuel Cerezales, Carmen Laforet, José Luis Navarro, Fernando Vela, Jaime Menéndez, Ángel Vázquez, Pepito Carlenton, Emilio Sanz de Soto o el enigmático Mr. Morris.

Pero ese pequeño paraíso blanco que parecía derramarse sobre una bahía siempre azul tenía un precio: Sevilla. Veníamos siempre por Semana Santa -salvo un año infausto en que el servicio de la Transmediterránea se suspendió por los temporales- y a veces por Navidad. Por muy feliz que fuera en Tánger, que lo era, siempre tuve la sensación de que mi casa -que era la de mis abuelos de Regina- estaba aquí. Sufría las partidas como sólo un niño puede hacerlo. Recuerdo aún con el corazón encogido el despertar de madrugada, la bajada por la empinada escalera de mármol y azulejos, la soledad del ensanche de Regina en la noche, la envidia que me producían las ventanas cerradas tras las que dormían quienes despertarían a Sevilla, la tristeza de la estación de autobuses débilmente iluminada, el olor a tabaco y gasolina del interior del autobús, los adioses, la salida del autobús de Algeciras por la rara puerta ovalada… Muchas lágrimas se habrán derramado en esa vieja y hermosa estación de autobuses del Prado que ahora podría cerrarse. Entre ellas están las mías niñas.

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