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¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Pregón del bolillero

Lo normal es que la napia reciba con agrado un aroma que cada vez se impone más en las avenidas de Sevilla

De los muchos nombres del árbol Melia Azedarach (cinamomo, lila, paraíso…) el que mejor capta su personalidad es el de bolillero. No es término que se use en Sevilla y más bien parece que denomina a un oficio antiguo o a un adolescente con vocación de calavera, pero expresa perfectamente una de sus principales funciones en el ecosistema urbano sevillano, dejar las aceras llenas de unas bolas amarillas que se introducen en los relieves de las suelas de los zapatos y los convierten en botas de tacos o calzado de claqué. No pretende ser esto una crítica, más bien lo contrario. El fruto del paraíso -éste sí es nombre bien hispalense- tiene muchas utilidades, entre ellas la más importante y noble es la de la fabricación de rosarios, y es quizás por ello que otro de sus muchos heterónimos sea el de árbol santo. El rezo del rosario es costumbre ya muy minoritaria y militante, algo normal en una sociedad altamente secularizada y estresada, en la que es inviable una actividad que requiere de una profunda fe en el misterio y de un largo tiempo para ejercitarla. Pero hubo otra época en la que el rosario era práctica habitual que se realizaba en familia, como hoy padre e hijos ven juntos en la televisión series o concursos de talentos. Es por eso que Luchino Visconti, para arrancar su versión cinematográfica de El Gatopardo elige una hermosa escena en la que la gran familia del Príncipe de Salinas, criados incluidos, reza el rosario mientras por las ventanas, moviendo las cortinas, entra el viento de la revolución. El rosario era también una de esas grutas maravillosas que unían a los orantes con viejos ritos paganos, como los cultos a Isis, sin los que no se podrían comprender las letanías.

El bolillero es también árbol generoso en su floración. Lo podemos ver en estos días reventando en minúsculas flores color lila, antes de cubrir las aceras con un tapiz que, por su finura, parece más borgoñón que ibérico. Su olor es a veces tan penetrante y dulzón que puede llegar a molestar, como un chulo de discoteca embadurnado de Brummel. Pero eso es sólo los días en que el alma está de malas pulgas. Lo normal es que la napia reciba con agrado un aroma que cada vez se impone más en las amplias avenidas de la periferia de Sevilla.

Para finalizar este pregón del bolillero hay que destacar su principal virtud: la de surtidor de soles en invierno y sombras en verano. Es algo que debe a su carácter caducifolio y que agradece el andariego urbano, que puede así disfrutar de lo mejor de las estaciones. Ya los moros españoles recomendaban su plantación junto a norias y pozos, lugares propicios para el descanso y el flirteo, actividades gratas pero del todo incompatibles con el solazo de los duros días del verano sevillano.

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