'Pressing Catch'

La política moderna siempre ha tenido mucho de espectáculo, pero ahora estamos llegando al punto de no retorno

V I la comparencia de Aznar en el bar que hay debajo de casa. El sitio no tiene nada de glamouroso: pintores que se toman el café durante la media hora del descanso; amas de casa que van y vienen con sus carritos de la compra y se sientan un ratito en la terraza; una señora mayor y un hijo que no anda muy bien de la cabeza y que siempre se toman un café a la misma hora; el camarero que se ha pasado medio verano sirviendo mesas mientras su hijo se entretenía solo jugando en un rincón o pegando balonazos en una calle lateral; otro camarero que sólo quiere hablar de fútbol y se niega a hablar de política: en fin, gente que no suele atraer la atención de nadie, pero que se levanta a las siete de la mañana y trabaja y aprieta los dientes y a la que nadie, me temo, le ha regalado nunca nada.

Pues bien, durante la comparecencia de ayer, sobre todo en los momentos más tensos del debate entre Aznar y Gabriel Rufián, y luego entre Aznar y Pablo Iglesias, los parroquianos del bar se tomaron las intervenciones como un espectáculo sin ningún contenido real, como si fuera uno de esos grotescos combates de Pressing Catch (¿se acuerdan?) entre La Roca y John Cena y el Enterrador: todo falso, todo simple postureo aparatoso: las poses agresivas, los golpes simulados, las caídas escenificadas, los músculos hinchados a base de esteroides, en fin, un espectáculo para adolescentes en un garito de Las Vegas. En ningún momento vi que los parroquianos se identificaran con uno u otro político, sino que los veían como actores -y muy malos- que representaban un papel en una función muy bien planificada. Cada político hacía de sí mismo, o mejor dicho, cada uno representaba -y muy mal-el personaje en el que se había convertido a mayor gloria de su público, ese personaje grotesco y aparatoso que sólo pretendía arrancar los aullidos de rabia.

La política moderna siempre ha tenido mucho de espectáculo, pero ya estamos llegando al punto de no retorno, cuando todos (políticos, electores, periodistas) nos hemos convertido en los integrantes de un inmenso plató en el que representamos un papel que creemos digno y admirable, aunque sólo consigamos atraer algunos gritos destemplados por parte del público. Y luego, una vez concluida la función, hay que volver a la vida real, esa en la que nadie -como muy bien saben los parroquianos del bar- te regala nunca nada.

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