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La tribuna

Miguel Cuéllar Portero

¿Presunción de inocencia?

CONOCE el lector que el principio de presunción de inocencia implica que toda persona acusada de un delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad en un juicio público y celebrado con todas las garantías. Se trata de un enunciado universal presente en la Declaración de los Derechos del Hombre, en el Convenio Europeo de Derechos Humanos y, aunque se olvide a veces, en la hoy discutida Constitución Española de 1978.

En el proceso penal, el inculpado tiene derecho a ser tratado como no autor del delito, como si fuera inocente hasta que una condena definitiva no demuestre lo contrario de forma plena y razonada.

Sería una frivolidad recordar que se trata de una institución esencial para la pervivencia del Estado de Derecho, si no fuera por la grave erosión que viene sufriendo tanto en el ámbito jurídico-penal como en el social y político. El poder público solo puede ejercer sus facultades punitivas, privando a cualquier ciudadano de su condición de inocente y, por supuesto, de su libertad, tras un "juicio justo", con una sentencia firme que declare su culpabilidad.

La presunción de inocencia que ancla sus primeras raíces en el Derecho Romano pasó a mejor vida con las prácticas inquisitoriales de la Edad Media, y su construcción teórica moderna es heredera de Hobbes, Montesquieu, Voltaire y Beccaria, en definitiva de los postulados reformistas de la Revolución Francesa que quiso poner fin al poder absoluto de Estado frente al individuo. La sociedad no puede quitarle la pública protección a un ciudadano sino cuando está decidido que ha violado los pactos bajo los que fue concedida. En estos tiempos, ¿continúa vigente el axioma? ¿estamos los ciudadanos protegidos por la sociedad como inocentes y libres hasta que no se dicta una sentencia firme en nuestra contra? Por desgracia, la respuesta ha de ser negativa.

Ni en el estricto ámbito del proceso penal se respeta a veces con el rigor que se debería, por la eclosión ilimitada de las medidas cautelares que anticipan de manera muy gravosa para el justiciable el resultado eventual de una futura Sentencia y por los excesos, no sólo temporales, de la fase de instrucción, en la que, en multitud de ocasiones, en lugar de investigar hechos, obviando las garantías de los investigados(funciones que incumben a la Fiscalía), se escudriña acusatoriamente en sus vidas partiendo, en ocasiones y con escasa fortuna, de su segura culpabilidad.

Ni tampoco existe límite alguno en el ámbito social en el que, con un papel acrítico y muchas veces escandaloso de los medios de comunicación, se convierten las meras denuncias en sentencias inapelables, alentadas por el estercolero de las redes sociales y por la insoportable dilación de muchas causas, de manera que una simple citación judicial para declarar se convierte en la muerte civil del ciudadano, condenado desde el inicio y sin solución ("si va a declarar, es porque algo habrá hecho").

Ni menos aún en el juego político español en el que, con una torpeza asombrosa al desplazar a la decisión judicial lo que pertenece a la más noble esencia de la política, se exige con virulencia la inmediata dimisión y desaparición de la escena pública y para los restos, del cargo público citado a declarar por un Juzgado, sea cual sea el motivo y su alcance, como hemos tenido ocasión de ver recientemente en los casos de las minas de Aznalcóllar y del Consejero de Economía de la Junta de Andalucía. Los responsables públicos deberían imponerse una serena reflexión sobre tales excesos. Más aún cuando resulta paradójico que siendo importante conservar el núcleo esencial de los derechos constitucionales para mantener una normal y libre convivencia , al mismo tiempo, pocos discursos sean de mayor valor moral, dialéctico y progresista que el respeto real al derecho a ser tratado como inocente, aunque "parezca" lo contrario.

El que sea culpable que pague a la sociedad, pero nunca antes de tiempo. No nos podemos permitir volver a los modelos inquisitoriales. Tenga cuidado, nos puede pasar a usted o a mí.

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