SUCUMBIR a la tentación de extrapolar los resultados de las elecciones europeas supondría un grave error. De entrada, porque en las elecciones generales funcionan filtros que, con los datos de hoy, atemperarían descalabros y euforias. Pero igual de equivocado resultaría el entender la coyuntura como fruto de una cita excepcional en la que el votante, casi gratis, se deja guiar por sus tripas. Las cifras están ahí y algo enseñan.

En el ámbito europeo, el fuerte aumento de la ultraderecha y del euroescepticismo desvela un creciente desacuerdo con la actual gestión del ideal unionista. Falta sensibilidad ante los problemas concretos de la ciudadanía. Sobran despotismo, tecnocracia y presuntas superioridades.

Si de España hablamos, el riesgo de italianización, la incapacidad de las grandes formaciones para ilusionar a sus huestes tradicionales y el surgir de opciones en el límite constitucional (ya sea por su ultranacionalismo, ya por su fuerte componente antisistema), no auguran un buen horizonte para la imprescindible estabilidad política.

La derrota del bipartidismo -una pésima noticia que paradójicamente alegra- tiene que ver con la progresiva pérdida de calidad democrática de sus dos protagonistas: la tibieza en la respuesta frente a sus respectivos escándalos les equipara en repudio para el elector que espera y desea una decidida limpieza de establos. Añadan -y aquí el síntoma descubre causas verdaderamente profundas- el desmantelamiento de la clase media, un sector vital de la población que, desabrigado, busca alternativas bastante menos sensatas.

El avance de los nacionalismos, más allá de epidemias ucrónicas, es deudor de la decepcionante actitud de los grandes partidos: el uno, por haber alentado dinámicas que no dominaba; el otro, porque, en la estúpida confianza de que todo lo arreglará el tiempo, todavía no ha comprendido la peligrosidad real del envite.

Pronto seremos convocados al último ensayo. Llegan las municipales, una fecha que se presenta crucial para dar y quitar expectativas. Se abre un breve trámite para reflexionar, para interpretar la voz de la calle y tratar de evitar que el país estalle en siglas y aventuras inciertas. En plena crisis, a la lidia de una España serena y moderna le ha sonado el primer aviso. Ojalá que la columna vertebral de su estructura sepa oírlo y ojalá también que no le falten el talento y el coraje necesarios para preservarla de tanta nube oscura.

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