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en tránsito

Eduardo Jordá

Príncipe azul

MI argumento a favor de la monarquía constitucional española se basa en una paradoja: por el mismo pecado original de su falta de representatividad democrática, un rey está obligado a comportarse con mucha más sensatez que un político elegido por las urnas. Un presidente de la República puede perder la cabeza por exceso de arrogancia o de confianza en sí mismo, y bastaría pensar en Aznar o en Zapatero para imaginarse hasta qué extremos de ofuscación podrían haber llegado si hubiesen sido presidentes de la República.

Pero en un país como el nuestro, en el que la monarquía no tiene ningún prestigio histórico porque ha sido un desastre desde comienzos del siglo XVII -sólo hay que pensar en reyes tan nefastos como Carlos II o Fernando VII-, un rey debe comportarse como el mejor republicano. Y por eso está obligado a dar ejemplo de cordura en un país arrastrado con frecuencia hacia el vértigo autodestructivo; y por eso debe demostrar sentido de la conciliación en un país tan sectario y bronco y maleducado como el nuestro; y por eso debe dar ejemplo del buen uso del dinero público, porque aquí abundan los granujas que se benefician con singular desvergüenza del dinero de todos.

Nadie duda de que Juan Carlos I es uno de los personajes públicos más respetados que tenemos -si no el que más-, pero dudo mucho de que su hijo Felipe concite el mismo grado de respeto y simpatía. Hace años conocí a un profesor de Literatura que le había dado clases en la Universidad de Georgetown. Le pregunté cómo era el príncipe, y el profesor me contestó sin vacilar: "Muy inteligente y muy tímido". Lo de la timidez no me sorprendió en absoluto. Lo que sí me sorprendió -debo confesarlo- fue lo de la inteligencia, porque hasta entonces el príncipe no había podido o no había sabido dar pruebas de que la tuviera. Por lo general, la imagen que tenemos de él es la de un personaje retraído, distante, frío y siempre rodeado de pijos que viven encerrados en una burbuja de privilegios, con sus yates y sus estaciones de esquí y sus mansiones de cuatrocientos metros cuadrados, algo que -la verdad sea dicha- el príncipe no se ha preocupado demasiado por desmentir. El economista Manuel Conthe decía hace poco que el príncipe debería recibir cada año en una audiencia especial a los ciudadanos españoles que pagan más impuestos, con el fin de dar ejemplo de responsabilidad social. Y eso es algo que se le debería haber ocurrido al príncipe hace ya mucho tiempo, y no sólo ahora que la monarquía ha dejado de ser la institución más valorada por los ciudadanos. Repito que un país tan bipolar y suicida como el nuestro necesita una monarquía que se comporte de forma ejemplar. Ojalá la tengamos durante muchos años, y lo digo cruzando los dedos.

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