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rafael / sánchez Saus

Pura penitencia

NO descubro nada si digo que poco a poco ha ido cambiando la sensibilidad de la Iglesia hacia ese peculiar fenómeno religioso español que son las cofradías de penitencia. Del recelo, tan extendido en tiempos entre curas y obispos, se ha ido pasando al aprecio de sus valores devocionales, caritativos y litúrgicos, y de ahí al de su papel en el mantenimiento de la fe en ambientes familiares y vecinales nada fáciles para, últimamente, empezar a considerarlas agentes imprescindibles en la nueva evangelización. Aún falta, sin embargo y a mi modesto entender, que se valore en su justa y a veces heroica medida lo que la estación supone, desde el punto de vista meramente penitencial, es decir, sacramental.

Martes Santo en Sevilla. A media tarde casi diez mil nazarenos avanzan lentamente hacia la Catedral bajo un sol de justicia y temperaturas de más de 30 grados a la sombra. Los cirios se doblan como si fueran de plastilina, los antifaces sofocan, el pavimento arde. Un parón al sol se convierte en un pequeño y refinado tormento. El capirote recalentado se clava en la frente, el sudor nos empapa la camisa, el esparto abrasa más que sujeta los riñones y pronto aparece la sed. Una sed que no es la soportable de todos los años. Esta sed es violenta y quemante, lengua y garganta resecas anhelan un sorbo de las bebidas con que se alivia el no menos sofocado y masivo público, una leve brisa momentánea vale como un soplo de vida. Y si te tomas en serio lo que estás haciendo, además hay que rezar, y mucho, y mortificar la mirada que en plena primavera y bajo el anonimato que brinda el antifaz tantos motivos encuentra para desmandarse, y reprimir las ganas de saludar y contarle todo esto al amigo, al familiar que sorprendes entre el gentío y al que te gustaría pedirle que hiciera un rato tu camino. Un consuelo que ni al mismo Jesús se le negó en su Vía Dolorosa.

La llegada al templo es como la de un ejército derrotado que no ha perdido la compostura ni el honor. Los que ya no somos jóvenes hemos tenido ocasión de acordarnos de la ciática que creíamos superada, de los pies que apenas nos molestaban con esos zapatos tan cómodos, de la espalda que nos quedó estupenda con tales y cuales ejercicios. ¡Qué cura de humildad! Sólo un insensato haría esta locura anual, esta experiencia de severa ascética, por algo que no sea pura y dura penitencia.

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